lunes, 4 de enero de 2016

12.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA. CAPÍTULO CUARTO.

Continuamos ofreciendo los capítulos correspondientes a Una Repetición de Losada de José Zorrilla. Puede resultar un tanto aburrido ya que son casi tres mil versos los que dedica el poeta a Losada, pero aun corriendo el riesgo de resultar pesado, creo que debe saberse la importancia que el relojero Losada tenía para José Zorrilla y que debe conocerse la obra es su totalidad.

Será una llamada más a las autoridades madrileñas para que satisfagan la deuda con Losada y le dediquen ya una calle. Se la merece.


Capítulo cuarto. El canto del fénix.

O el buen doctor John Lees hombre muy ducho
Es en su facultad y sabe mucho,
O su ciencia va errada
Y de Luz en el mal no entiende nada.
La estación del estío
Va ya muy avanzada:
Dentro de un mes en Londres hará frío,
Y si Luz no mejora
Se mantiene en su ser y no empeora.
Con el carmín de la salud no brilla
La nacarina tez de su mejilla:
Mas Luz ni cuando sana
Salud y robustez allá en la Habana
Rebosaba, fue nunca muy subida
De color; porque Luz tuvo la vida
Siempre en su corazón reconcentrada:
Su sangre, al corazón siempre llamada,
Jamás hacia la piel fue repelida.
La hermosura de Luz no pertenece
A la beldad carnal y antipoética,
Cuya sangre en el cutis aparece
Y a quien la robustez sola embellece:
Esa muere o ahíta o apoplética;
Sino a esa otra hermosura que parece
Modelada en marfil, nácar o cera
Y cuya piel la sangre no enrojece.
Esa mujer ardiente y hechicera,
Toda vida, toda alma, que a sí misma
Se da calor vivífico y que abisma
Dentro del corazón su vida entera;
Esa muere de tisis o aneurisma.
John Lees preparó a Luz una bebida
Que toma a cucharadas, y con ella
Si su faz decaída
La salud juvenil aun no destella,
Luz no sufre, está alegre, está animada:
Aunque siempre está pálida, está bella;
Y si enferma está aún, no siente nada.
El doctor y Losada visitaron
A Luz el mes de mayo, día a día,
Y poco a poco entre los dos lograron
Disipar la sombría
Tenaz melancolía
Que en su oscuro aislamiento alimentaron
Luz y Don Luis. Entrambos se negaron
A buscar sociedad en casa ajena
Ni a admitirla en su casa:
Mas Losada y John Lees con poca pena
Les reunieron sociedad escasa
Y del doctor para el intento buena.
John Lees, cuyas estensas relaciones
Alcanzan del gran mundo a las regiones
Y al mundo de las ciencias y las artes,
Y Losada que en todas condiciones
Las suyas estendió por todas partes,
Fueron su casa abriendo a algunos hombres
A quienes recomiendan en Europa,
No el lujo de su empleo o de su ropa,
Sino el valor de sus famosos nombres.
De esos a quienes Dios desde su infancia
Infunde la conciencia
De su propio valer, y que importancia,
Al mérito que Dios les dio en herencia
No dan con hiperbólica jactancia;
Pero de esos que siempre sobre el mundo,
Con su genio vivífico y fecundo,
Conservan inmortal preponderancia.
De esos la sociedad apetecible
Es siempre y la amistad indestructible;
Porque, de ingenio y tolerancia llenos,
De alma leal y corazón sensible,
Para el amor y la amistad son buenos.
Entre ellos dos franceses escritores
De espiritual conversación amena,
Un egregio poeta cuya vena
No inspira con románticos horrores
Pesar y escepticismo, dos pintores
Célebres Italianos,
Y dos compositores alemanes,
Se hicieron sus asiduos tertulianos.
Muy pronto se empezaron a echar planes
Para hacer en tan dulce compañía
Agradables las horas
De la noche y del día:
Comenzaron a ser encantadoras
Las de Luz, de ilusión, de poesía
Y amor llenas: se hicieron escursiones,
Por la ciudad primero, visitando
Sus monumentos, parques y paseos,
Poco a poco alargando
Tales espediciones,
Conforme la ocasión y sus deseos.
Se llenaron los álbum de caprichos
Durante las soirées: se improvisaron
Con familiar deleite y entre dichos
Chispeantes de talento, que inundaron
Las almas de placer, ricas sonatas
Alemanas, canciones españolas,
Y aquellas venecianas serenatas
Y las napolitanas barcarolas,
Que cantan en la mar, a voces solas
O al son de un pobre y bárbaro instrumento
Solamente en sus playas conocido,
El gondolero pálido del Lido
Y el pescador de Amalfi y de Sorriento.
En cuya grata sociedad, risueña
Comenzó la hermosísima cubana
La existencia a mirar mas halagüeña
Y la hora de su muerte más lejana.
Luz tomó al fin un palco de proscenio
En la ópera italiana,
Dó con su sociedad, rica de ingenio,
Iba a pasar tres noches por semana:
Gozando al par la inspiración del genio
Creador del maestro, y el encanto
De la maestra perfección del canto.
El público a la vez y los actores
Fijaron su atención en la figura
De la mujer que, falta de colores,
Parecía una pálida escultura
De nácar, con dos ojos brilladores
Como diamantes negros brasileños,
A su palco entre blondas asomada,
Cual la imagen poética de la hada
Que impera en el alcázar de los sueños
De su alcázar de nubes estraída,
O cual visión de una alma desterrada
Que mora en los confines de la vida.
Poco a poco Lablache, Mario y la Alboni,
De uno en otro entreacto,
De boca de Ronconi
Que de su vida dio relato esacto,
Aprendieron quién era
Aquella palidísima habanera
Que, cubierta de blondas
Y a pesar del calor envuelta en pieles,
Ven salir de su palco cada noche
Cual Venus de la espuma de las ondas,
Para subir a su elegante coche
Seguida en pos de sus amigos fieles.
Pronto escitó la admiración de todos
Luz, y empezó a correr de boca en boca,
Contado y comentado de mil modos,
Cuanto a su nombre y su existencia toca.
Hicieron para serla presentados
Insistencia no poca
Los leones de todos los estados:
Mas Losada y John Lees se mantuvieron
Firmes y sus ataques resistieron;
Siguiendo la mansión de la Habanera
Vedada a inútil juventud ligera.
Permaneció en su círculo encerrada
Luz, y su sociedad privilegiada
Gozó, noche por noche y día a día,
La escasa y escogida compañía
Espresamente para Luz formada
Por el doctor John Lees y por Losada.
Luz estender su voluntad podia
Hasta donde el capricho la impulsara:
Con tal que la hermosísima habanera
Sus caprichos al orden sujetara,
El esceso menor no cometiera,
Y sobre todo, en fin, que no cantara.
El canto era la fruta prohibida
Del jardín de su vida;
Abandonar el canto o la existencia
De la mísera Luz era sentencia;
Cuya importancia nadie comprendía,
Al ver a la simpática habanera
Pálida sí mas viva y hechicera:
Pero sentencia irrevocable era
Que John Lees inflexible mantenía.
Permitido la estaba en el piano
Acompañar a Flávio, el noble Ibero
Que por este dejó su nombre Hispano,
De quien no hay quien se atreva
A negar la doble honra con que lleva
Flávio el tenor y Flávio el caballero,
Del teatro y del mundo el doble nombre:
Y a Enriqueta Sontag, que de condesa
Fué la fortuna por salvar de un hombre
A ofrecer sus talentos a una empresa;
Porque Enriqueta y Flávio, semejantes
En la doble existencia con que viven
De nobles a la par y de cantantes,
No solamente al público se exhiben
En la escena: los nobles les reciben
En sus salones hoy lo mismo que antes.
Y Luz, que por su raza y su riqueza
Humos aristocráticos tenía,
En el suyo a su vez les recibía.
Luz para distraerse en la tristeza
En que su mal a veces la sumía,
Podía ocupación a su cabeza
Para dar a sus manos de alabastro,
Volver las ojas y el difícil rastro
Seguir sobre el papel, de nota en nota,
A aquella ejecución mil veces rota
Por floréos y escalas imposibles
Para dedos y afanes
Que no sean de cuerpos alemanes,
Y en la cual los dos músicos germanos
Solían empeñarse a cuatro manos;
Mas eran con su mal incompatibles
Los acentos mas leves,
Los compases mas breves
Ejecutados con su voz; con eso
John Lees no transigía: era un mandato
Positivo y espreso,
La única condición de su contrato
Con Luz: en cuya cura aún esperaba,
Bien entendido, si jamás cantaba.
Y es lo cierto que Luz, con la bebida
Del buen doctor John Lees y sus cuidados,
Mantener parecía de su vida
Los hilos otra vez asegurados.
Luz se desesperaba
Alguna vez: mas el doctor la hacía
Notar que no cantando no tosía,
Y que si no tosía se curaba:
Y Luz se convencía y no cantaba.

Una noche (era la del quinto día
De agosto y ya la luna en su creciente
Como aro roto de metal lucía,
Alumbrando la tierra tibiamente)
En su cámara Luz estaba sola
Y no había llegado todavía
Su sociedad; abrióse de repente
La mampara y Losada presentóla
A Moriani, el tenor que mejor muere
Sobre la escena, y cuya voz más hiere
El alma con el tierno “¡madre mía!”
De Lucrezia. Moriani ya no canta
En la escena, mas queda todavía
Voz en el corazón y en la garganta
Del tenor de Stradella y de Lucía.
Luz no había alcanzado
A Moriani: do quier que había ido
Para oírle en Italia había llegado
Tarde, y el gran tenor había partido.
Losada, el cual con paternal cariño
Los antojos de Luz de cumplir cuida
(Y antojos hay de la mujer y el niño,
Que cumplidos por ser cuestan la vida)
Se dio por venturoso
En poderla cumplir aquel capricho;
Y de Luz el estado peligroso
Al tenor complaciente habiendo dicho,
Fueron los dos a la casita aislada
Dó está Luz a estinguirse condenada.

Para un alma de artista el arte es todo;
Luz y Moriani plática trabaron
Con el tono cortés y urbano modo
De la alta sociedad: pero se hartaron
Pronto de las vacías insulseces
Con que la sociedad aristocrática
Se aburre por decoro muchas veces.
Luz fue la que primero dio a la plática
Un giro familiar: de frase en frase
Fué la conversación, cual si viajase,
Llevando diestramente de Inglaterra
A Francia y luego a Italia; y era llano
Que una vez de la música en la tierra
Metidos, la cuestión concluiría
Por ir Luz a sentarse en el piano,
Y abrir ante Moriani la Lucía.
Moriani comprendió desde el instante
A qué Luz musical cantar debía,
Y quiso de ella sostener delante
Su gran reputación de buen cantante.
El nombre de Moriani vive unido
A tres piezas finales: de Stradella,
De Lucrezia y Lucía: y se revela
En lo que son las tres lo que él ha sido;
El tenor de mas hondo sentimiento
Que ha lanzado jamás su voz al viento.
Luz preludió unos rápidos compases,
Cual maestra los da para un maestro,
Y entró Moriani en las primeras frases
Con aquel entusiasmo y aquel estro
Poético elevado hasta el delirio,
Llevado al estertor de la agonía,
Que al alma que le escucha da martirio,
Que ataca al corazón y que convierte
En lamento mortal la melodía:
Por el cual le llamó la Italia entera
“El tenor de la muerte:”
Divisa de Moriani todavía.
Luz sintió de Moriani el entusiasmo
Introducirse en su alma,
Y sacudiendo el mórbido marasmo
Con que su mal la hundió en forzosa calma,
Con el alma siguió, no con la mano,
De Moriani la voz sobre el piano.
Y jamás el tenor cantó en la escena
Con mas inspiración ni mas ternura
Para una sala de entusiasmo llena,
Ni Luz acompañó con mas ventura
Su propio canto cuando estaba buena.
Ya Moriani callaba
Y de ambos la emoción se prolongaba
Más que la última nota de Lucía;
Después de seis minutos aun temblaba
Moriani, y Luz febril se estremecía.
MORIANI.


¿La señora no canta?
LUZ.


Ya no puedo.
MORIANI.


¡Es lástima!
LUZ.


El doctor me lo ha vedado.
MORIANI.


¡Lástima! un dúo hubiéramos probado.
Luz.


Lo probaremos.
LOSADA.


No.
LUZ.


Cantaré quedo.
LOSADA.


No, Luz: os va a hacer mal.
Luz.


Una vez sola
Poco mal puede hacerme.
LOSADA.


¡Yo os requiero
Por vuestra propia vida!
Luz.


Yo lo quiero.
LOSADA.


No.
Luz.


Sí.
LOSADA.


Sois muy tenaz.
Luz.


Soy Española.
Dijo Luz, y a Losada repeliendo
Sentóse en el piano:
Y en el atril otra ópera poniendo,
(Alma que más que la existencia aprecia
Su existencia en el arte
Y sin el arte su existir desprecia,)
Puso con gesto triunfador y ufano
Ante Moriani absorto la Lucrezia
Y en el teclado de marfil la mano.

Lanzóse Luz en el final brillante,
Gloria de Donizetti: arrebatado
Por Luz metióse el célebre cantante
En el dúo tras ella; y encantado
De su órgano vocal con el sonido,
Su espíritu sentía, avasallado,
De su garganta música arrancado
Para escuchar, pasársele al oído.
La voz de Luz, que se nutrió en su pecho
Sin ejercicio en su pulmón guardada,
Brotó encontrando el aposento estrecho
Para el vigor con que brotó inspirada;
Y al decir “era desso il figlio mio
Dio a su voz tal corage, tanto brío,
Que vencido el prosaico Losada
Se quedó con el alma embebecida
Oyendo aquella voz tan bien timbrada,
Sin ver que con la voz iba la vida,
Como con una hoz, a ser segada.
Mientras Luz derramaba por el viento
El magnético timbre de su acento,
Moriani, concluida ya su parte,
Cantar su aria final la oía atento
Con la atención hondísima del arte;
Y con su voz celeste é inspirada
Luz abría un Edén en su aposento
Al alma de Moriani y de Losada.

Era el canto del Fénix que en la cumbre
De la montana vé sin pesadumbre
Llegar su muerte: sus alientos mide,
Y del último sol que le da lumbre
Con su cantar postrero se despide.

Luz atacó con fé su última nota
Y la dio limpia y con vigor herida;
Mas, como fuente que el temblor agota,
El vigor de su voz secó su vida.
Tosió: de sangre cárdena una gota
A su boca brotó descolorida,
Y de sentido se plegó privada
En brazos de Moriani y de Losada.

“¡Miserable de mí! dijo éste al punto:
“Bien decia el doctor: la culpa es mía!”
Y pálido a su vez como un difunto
De Luz los broches con afán rompía;
Moriani arrodillado de ella junto
Trémulo de terror la sostenía:
Pero su turbación cuanto más crece
Su solícito afán más entorpece.

Sus vestidos al fin rasgó Losada,
Y del corsé al tirar de la ballena,
En el cuello de Luz, dos vueltas dada,
De su repetición vio la cadena:
La asió en la turbación que le enajena,
Y su repetición sacó colgada
De sus argollas de oro: Luz tenía
Su regalo en su seno, y su existencia
Por su infalible máquina medía.
Luz su repetición no había perdido,
Descompuesto, ni roto,
Durante el largo tiempo de su ausencia;
Y su tiempo por ella había medido
Siempre, leal de su amistad al voto.
Iba, pues, la hora estrema de su vida
Por su repetición a ser marcada:
Que era la idea atroz siempre temida
Por el alma aprensiva de Losada.
Quedó un instante el infeliz, sombrío,
Su reló señalando con el dedo
Y a sí mismo diciéndose: “¡es el mío!”
Y en su esencia vital sintió del miedo
De la superstición correr el frío.

Entretanto a la vida no volvía
Luz: Losada embargado continuaba
Por su superstición: lo cual miraba
Moriani, que la escena contemplaba
Sin poder comprender lo que veía.
En esto en la antesala de repente
Voces se oyeron y rumor de gente:
Abrióse la mampara
Y el doctor y Don Luis, que se encontraron
Con Losada y Moriani cara a cara,
Un grito, viendo a Luz, al par lanzaron.
No osó ninguno en el primer instante
Dar ni pedir esplicacion del hecho:
Mas Don Luis dando un paso hacia adelante
Dijo, de lo mas hondo de su pecho
Arrancando la voz: “¡Luz ha cantado!
—“Y se ha suicidado!
Dijo el doctor:—llevémosla a su lecho.”
D. LUIS.


¡Dios mío! ¿qué decís? ¿muerta está acaso?
EL DR.


No: mas debo decirlo en mi conciencia;
De su estado a la muerte hay solo un paso:
Luz cuenta por minutos su existencia.
D. Luis.


¿No hay remedio, doctor?
EL DR.


Era sentencia
De Dios; yo se lo había revelado:
No cantar, o morir.
TODOS.


¡Luz ha cantado!

Era el canto del Fénix que decide
Morir su fin cantando, y en la cumbre
Del monte secular donde reside,
Del postrimero sol que le da lumbre
Con su cantar postrero se despide.


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