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jueves, 4 de febrero de 2016

21.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA.CAPÍTULO SEXTO III Y CONCLUSIÓN

CAPÍTULO SEXTO III.


Don Luis sin duda morirá demente
Si Dios no lo remedia:
Contra su mal la ciencia francamente
Se declaró impotente,
Por lo cual felizmente no le asedia
La docta facultad con sus ponzoñas,
Ni le atacan su mal por esos medios
Que entre las gentes sandias o bisoñas
Pueden solo pasar como remedios.
Más que loco Don Luis está alelado:
Cuando perdió el sentido
Fué, como un hombre por el rayo herido,
De facultad intelectual privado:
Dios no envió a su cerebro la locura
Sino que apagó en él la inteligencia.
Don Luis no tiene ni pesar ni goce:
Todo con la mayor indiferencia
Lo vé: nada recuerda, ni conoce
A nadie: ni repugna, ni apetece:
Llámanle y vá: le mandan, y obedece.

Las casas de dementes de Inglaterra
No ofrecen espectáculos de duelo,
De tormento y horror no son mansiones,
Nada en ellas repugna, nada aterra:
Castigo no se da sino consuelo
Al infeliz que cae en sus regiones.
Bedlam es un magnífico paseo,
Cuyas verdes y añosas alamedas
Conducen a una quinta de recreo
Cercada de jardines y arboledas.
Al que encierran allí falto de juicio,
En lugar de querérsele a porrazos
Volver y a latigazos,
Le inclinan la atención hacia un oficio:
Y en vez de dominarle por un pánico
Terror, van con destreza y artificio
Obligándole a entrar en ejercicio
De algún trabajo corporal, mecánico,
De su cuerpo y su alma en beneficio.
Después que le acostumbran y habilitan
Siempre en acción para tener las manos,
La memoria y las fuerzas le ejercitan:
Le dan buen aire y alimentos sanos,
Sus manías le tuercen o le quitan
Con paciencia y constancia, y poco a poco
De la razón la vuelta facilitan
Ideas dando a su cerebro loco.
Y aciertan los Ingleses: nada tiene
Al hombre, cuerdo o loco, más contento
Que tener ocupado el pensamiento;
La ocupación asidua es ley de higiene;
Sus locos están, pues, entretenidos
Y con cosas alegres distraídos.
Bedlam tiene de locos una orquesta
Que en fiestas y saraos públicos tañe
Pero cuestión o relación es esta
De la que a los filántropos atañe
Disertar; mi misión es mas modesta,
No raya tan allá mi poesía;
Si entretiene no más, si no es molesta,
Por satisfecha asaz se da la mía;
Y como esta lectura a su fin toca,
Fuera extenderla más torpeza loca.

Era una tarde de Diciembre helada:
Había dado ya las seis y media
De Bedlam el reló, cuando Losada
Con el Doctor John Lees hizo su entrada
En el salón extenso, que promedia
Un ala del espléndido edificio
De la locura alzado en beneficio.
Allí los que no pone su demencia
Fuera de estado de guardar decoro,
De los que les dirigen en presencia
Fuerzan a la atención su inteligencia;
En tanto que el estrépito sonoro
De la orquesta en su afán les acompaña,
Y atrae su distracción si no la engaña.
Y es curioso de ver como en tan grave
Reunión cada cual cumple su oficio,
Cuando a ninguno de ellos en el juicio
De lo que haciendo está razón le cabe.

Don Luis, cuya manía
No ha podido fijarse todavía
Y que nada exterior comprender sabe,
Es dueño de andar libre y de ir ocioso
Por donde más le place noche y día,
Para ver si de hastiado o de curioso
En algo con placer su atención fija,
Y si algo encuentra en que ocuparse elija,
O halla de los doctores la destreza
En una inclinación una rendija
Por donde entre la luz en su cabeza.
Cuando Losada entró, Don Luis estaba
Vueltas de dar por el salón cansado,
En un rincón sentado,
Mirando sin saber lo que miraba,
Contemplándolo todo indiferente,
De cuanto tiene en torno enajenado
Y mirando, sin ver, maquinalmente.
A su lado se puso
Losada a contemplarle enternecido:
Él, en su mudo arrobamiento iluso,
No dio señal de haberle conocido
Y en su honda estupidez siguió sumido.
El doctor puso de Don Luis delante
Un velador: Losada de debajo
De su gabán su caja, cuyo efecto
Para probar sobre el demente trajo,
Sacó y la puso ante él; de luz brillante
La inundó con el gas porque la viese:
Se la abrió poco a poco, circunspecto
La impresión precaviendo que pudiese
Hacerle el ver a Luz y que el afecto
Del corazón tal vista removiese.
Don Luis continuó inmóvil: ni de aspecto
Cambió viendo de Luz la miniatura,
Ni mostró conocer de su semblante
La representación en la pintura;
Miró aquellos objetos distraído
Y sin fijarse en ellos y fue todo
Con él inútil: su mirada errante
No se pudo atraer: no había modo
De fijar su atención un solo instante.
Un minuto faltaba solamente
Para las siete ya: Lees, prevenido
Habiendo al director, dio de repente
La señal en que habían convenido,
Y cesó de repente todo ruido
Y en torno de ellos se agolpó la gente.
Lees se sentó junto a Don Luis: Losada
Permaneció de pie, de ambos en frente,
Teniendo ante él la caja colocada
Del velador encima y de manera
Que todo el mundo con Don Luis la viera:
Y en esta situación, viendo excitada
La universal curiosidad, ansioso
Esperó a que las siete el reló diera.
Saltó la balancilla de reposo
Del muelle retentor: la hora entera
Dio la repetición: doblaron broncas
Las campanas a muerto: oyóse el coro
Que con las trompas de sus bajos roncas
Guía en sordina el órgano insonoro:
Corrió la muerte su crespón de luto
Sobre el rostro de Luz, y su esqueleto
En su lugar quedó: todo sin fruto:
Ante todo Don Luis se estuvo quieto.
Mas al oír el lúgubre gemido
De Luz, asió la caja de repente
Y diciéndole en cólera encendido:
“¡Miserable juglar, tú la mataste!
“Muere, pues, por la voz que la robaste!”
A Losada cogió desprevenido,
Y con la caja le asestó derecho,
Con las hercúleas fuerzas de un demente,
Golpe mortal en la mitad del pecho.
Cayó hacia atrás Losada: y con la frente
Bañada de sudor, abrió los ojos,
Miró en redor y se encontró en su lecho.
¡Del sueño cuanto vio fueron antojos!

Conclusión.

Y este afanoso sueño rechazando,
Dijo un día Losada despertando:

“¡Válgame Dios! ¡qué historia tan horrenda!
“¡Gracias que no fue más que pesadilla!
“Mas tengo de contársela a Zorrilla
“Para que de ella escriba una leyenda.”

Y Zorrilla, en memoria de Losada,
La leyenda escribió por él soñada.

martes, 2 de febrero de 2016

20.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA.CAPÍTULO SEXTO II

Capítulo sexto II.

Sobre un aparador de palo-rosa
Mostró a John Lees Losada,
Una caja de sándalo olorosa
De incrustaciones de marfil orlada
Y con un velo de crespón tapada.
Su tamaño sería
De media vara en cuadro,
Y apretando se abría
Un botón que a su tapa se veía
Pasar desde una faz por un taladro.
El conductor del gas que el cuarto alumbra
Prendió y puso Losada de manera
Que de lleno en la caja su luz diera:
Que es como a colocársele acostumbra
Cuando un reló, que con afán se espera
Y para el cual el día no ha bastado,
Por la noche a montar se ve obligado.
Quedó la caja misteriosa entera
Por el gas alumbrada por encima,
Mientras John Lees para que se abra espera
A que Losada su botón oprima.
Lees sin trabajo adivinó al instante
Que en la caja un reló se contenía,
Porque el rumor medido de un volante
Sonar adentro y a compás se oía:
Mas, como Inglés, inmóvil no mostraba
Curiosidad alguna ni impaciencia,
Mientras en excitárselas gozaba
Con gran placer el hombre de la ciencia.
Este apretó el botón: saltó la tapa:
Y al percibir lo que su tabla cubre,
Con un ¡oh! que del pecho se le escapa
El buen Inglés su admiración descubre;
Y es digno a fe de admiración tan franca
Lo que al doctor su exclamacion arranca.

Es un paisaje de marfil como esos
Que nos vienen en cajas de la China,
Y que el saber de Europa no imagina
Cómo pueden llevar hasta allá ilesos
En su fragilidad tan peregrina.
Aquel paisaje ebúrneo representa
Gótica catedral por su fachada
Principal: en su pórtico se ostenta
La preciosa labor filigranada,
Graciosa y complicada,
Con que el gótico estilo se ornamenta.
Sus estatuetas mil, sus mil pilares
Rematados en dobles capiteles,
Sus ligeros y arqueados botareles
Construidos al aire: sus dispares
Torrecillas y esbeltos chapiteles
Calados: las guirnaldas y festones
De frisos, arquitraves y repisas,
De mascarones, arcos y cornisas,
Vidrieras y estrellados rosetones,
Todo está con primor de alto relieve
Hecho, mas todo al aire, todo leve
Cual la espuma que el mar alza en sus ondas,
Cual del oriente el matinal celage,
Cual los pliegues flotantes de las blondas
De una mantilla de Flamenco encaje.
De aquella catedral en el labrado
Muro, que representa el diestro lado
De la sagrada nave,
Hay una fuente en nácar esculpida,
Extremada en adornos cuanto cabe
En obra por mortales concebida.

El dibujo sutil de aquella fuente,
Que forman solamente
Un caño abierto en la pared, que mana,
Y una cóncava taza, recipiente
Del líquido sonoro y transparente
Es de un gusto ideal y de galana
Ejecución: entre un festón de flores
Microscópicas de oro hechas de esmalte
Verde, morado, azul, carmín y grana
Para que la orla en el marfil resalte
Copiando de sus hojas los colores,
El frontis de la fuente que murmura
Un primoroso medallón decora,
Que encierra una preciosa miniatura
Cuya vista los ojos enamora;
Concluida y suavísima pintura
En cuya carnación no se percibe
La huella del pincel ni de la mano,
Y que parece que respira y vive
Y que interior vitalidad recibe
De un genio por el soplo soberano.
Y esta bella y valiosa miniatura,
De una guirnalda de oro guarnecida
Y en la fuente de nácar embutida,
Es la imagen perfecta y hechicera,
Es el retrato fiel de la hermosura
De Luz, la melancólica habanera.
Cuando en su fresca juventud florida
En Cuba luz de los salones era.
Bajo ella el agua de la fuente corre
Pintando la corriente de su vida
Por manantial oculto mantenida:
Y de la Iglesia gótica en la torre,
Sobre el calado pórtico elevada
De aquella ebúrnea catedral, presenta
Su rubia esfera de oro esmerilada
Dentro del rosetón la cincelada
Repetición que, para hacer la cuenta
De sus horas de afán, dio a Luz Losada.
Y es cuadro a fe de ejecución perfecto,
Feliz idea y oportuno efecto:
Porque el agua borbota cristalina,
El minutero del reló camina,
Todo en torno de Luz vive y se mueve,
Y que moverse Luz y vivir debe
Quien contempla su imagen imagina.
No era, empero, el paisaje todavía
Lo más curioso que en el cuadro había;
Aunque precioso el exterior sin duda,
Es nada más decoración que emplea
Losada como campo de su idea,
Y que su idea a realizar le ayuda.
John Lees lo contemplaba con asombro
Y Losada tras él se sonreía
Mirando por encima de su hombro,
Y aguardando tras él que el reló diera.
Tocó la aguja negra de las horas
En el número siete de la esfera:
Se oyó saltar el pasador ligero
Del muelle retentor: el minutero
Llegó a las doce, y dieron con sonoras
Notas los martilletes por entero
Las siete de la noche: todavía
Retumbaba en el aire el son postrero
De su postrero golpe, cuando lentas
A voltear comenzaron las campanas
De oro del chapitel: y en lejanía
La tembladora vibración del hierro
Imitando, empezaron las cristianas
Campanadas que anuncian un entierro
A doblar en la atmósfera; entretanto
Dentro del templo resonar se oía
Del sordo de profundis en el coro
La triste Gregoriana salmodía,
Cuyo fúnebre canto
Con la sordina cóncava seguía
De sus bajos el órgano insonoro.
Cesó todo sonido de repente:
Se abrió la torre de marfil crujiendo
Y desde ella sus alas extendiendo
La Muerte se lanzó, sobre la fuente,
El retrato y el templo lentamente
Un velo negro de crespón tendiendo;
Quedando en vez del templo y la pintura
Un cementerio frío y solitario,
Y de contemplación por solo objeto,
Sentado en una aislada sepultura,
De la desnuda muerte el esqueleto
Mal envuelto en los pliegues de un sudario.

El efecto del cuadro era completo:
Mas faltaba lo más extraordinario.
Del centro de aquel túmulo, el oído
Y el corazón llenando de pavura,
Salió hondo y tristísimo gemido
Que abrió a su son la eternidad oscura.
Era el gemido lúgubre y profundo,
Era la temerosa, última queja
De un alma triste de mujer, que deja
Su amante corazón muerto en el mundo
Y de su muerto corazón se aleja.
Era el último ¡ay! que oyó Losada
Lanzar del pecho a Luz cuando a la fría
Impresión de la ráfaga moría:
Cuya impresión mortal él todavía
Siente en su corazón como una espada.
El en su corazón conserva impresa
La triste voz de Luz en su agonía,
Y así lo fiel de su memoria expresa
En aquella obra de arte, monumento
Que a Luz Losada consagrado había:
Ofrenda del dolor y del talento.

LOSADA.


¿Qué tal?
LEES.


Tal haber visto no me acuerdo
Jamás. ¡Ingeniosísimo artificio
Y de Luz sentidísimo recuerdo!
LOSADA.


¿Creéis que podrá a Don Luis volver el juicio
Su posesión?
LEES.


Dios le hizo un beneficio
Quitándosele, y creo que no es cuerdo
Ir contra Dios por ciencia ni por vicio.
LOSADA.


Probémoslo. ¿Queréis?
LEES.


De buena gana:
Mas creo que ha de ser empresa vana.
LOSADA.


¿No tenéis esperanza?
LEES.


Ni un resquicio:
Mas lo hemos de intentar.
LOSADA.


¿Cuándo?
LEES.


Mañana.

Apagaron el gas, y el cuarto estrecho
Dejaron a la luz de una bujía;
Y absorto Lees, Losada satisfecho,
Se fueron el artífice a su lecho,
Lees a ver los enfermos que tenía.


domingo, 31 de enero de 2016

19.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA. CAPÍTULO SEXTO.

Capítulo sexto. Las siete

Cuando en su tumba Luz quedó enterrada,
Cuando a Don Luis fue conducido
Y se volvió John Lees a su morada,
Solo a la suya se volvió Losada
En el silencio y el dolor sumido,
Y encerrando sus penas en su pecho
Volvió a ocupar su camarín estrecho.
Mas ya no abrió el balcón que da a la tienda:
Se negó a recibir cartas, amigos
Y compradores: encargó su hacienda
A un dependiente fiel, y sin testigos
Un día y otro se pasó encerrado,
O a su dolor recóndito entregado,
O dado a algún trabajo misterioso,
En cuya ardua labor nadie le ayuda
Y que exige sin duda
Misterio, soledad, calma y reposo.
De la casa el rumor durante el día
Que se oyera el rumor de su trabajo
Por fuera de su cámara impedía;
Mas de su oculto camarín debajo
Trabajar por la noche se le oía.
Alguna vez la gente de su casa,
Que en la impaciencia y la inquietud se abrasa
La causa por saber de tanta pena
Y el misterioso afán de tal faena,
Venía en la alta noche de puntillas
A escuchar desde el pié de la escalera
Apoyada en las verdes barandillas:
Por el doble interés a lo que creo
De afección natural y verdadera,
Y porque a todos hace en el deseo
La natural curiosidad cosquillas;
Y allí en la oscuridad, hombro con hombro,
Reteniendo el aliento,
Oían con asombro
Arriba, en el recóndito aposento
De Losada, el metálico sonido
Por su trabajo oculto producido.
El son del esmeril y el torniquete
No les extraña al alma ni al oído,
Pues es un son para ellos conocido:
Mas lo que miedo al corazón les mete
Es oír un reló que da las siete,
Y después un tristísimo gemido
Que dan en el cerrado gabinete,
Siempre tras de las siete repetido.
Al principio juzgaron que el lamento
Tras de los siete golpes exhalado,
Era un rumor que producía el viento
Por los tubos del gas encañonado
O metido en la hueca chimenea;
Pero después que repetir le oyeron
Una vez y otra vez, se convencieron,
(Con el terror que la ignorancia crea
De lo que no se sabe lo que sea,)
Que era un gemido lúgubre, profundo,
De un ser humano que se va del mundo,
Y que, al partir, con el dolor pelea.
La voz era tristísima: el lamento
Más vital que el gemir del vago viento:
Era de una mujer, que el mundo deja,
La postrimera y temerosa queja:
Era la voz de un alma que, arrancada
Por fuerza de su cuerpo, lastimada
Parte, y de él despidiéndose se aleja;
El son era fatídico, hondo, interno,
Triste como el graznar de la corneja,
Y présago tal vez de un mal eterno,
No era de voz por el mortal creada;
Tenía algo del cielo o del infierno
Y salía del cuarto de Losada.
El artífice torvo, cada día
Cuando a comer del camarín salía,
Sombrío más y más preocupado,
Más pálido y más flaco parecía.
Su familia asombrada
Enflaquecer con miedo le veía
Cada vez más curiosa y asustada:
Mas si le preguntaban “¿qué tenía?”
Respondía no más: “no tengo nada”
Y cabizbajo al camarín volvía.
La historia comenzaba a traslucirse
De su casa por fuera,
Por entre los amigos a esparcirse
Y en la murmuración a introducirse,
Y pasto ya de las calumnias era.
Porque en la sociedad en que vivimos,
Aunque cristianos por bautismo somos,
Si entre manos a un prójimo cogemos,
Al punto en que con él en tierra dimos,
O le rompemos con placer los lomos
O echamos sobre la honra que le vemos
Injurias y calumnias en racimos.
Y así es la sociedad: asombradiza
De aquello que no sabe ni conoce,
Ciega anatematiza
Toda acción de infeliz que vida goce
Y que con ella en misterioso roce
Presente al parecer o faz postiza
O en penumbra al pasar su faz emboce.
No se toma el trabajo
De sondar la verdad, no profundiza
Las apariencias; al que cae debajo,
Como vea algo en él que no comprenda,
Lo interpreta de modo que le ofenda,
Por hecho se lo da, le satiriza
Por ello, cae sobre él, le martiriza,
No le deja tenaz que se defienda,
Con cobarde placer le descuartiza
Y la reputación le pulveriza.
Tal es la sociedad. ¡Vamos andando!
Así por lo que el vulgo a hablar comienza,
La sociedad tomándolo a vergüenza
De Losada a hablar mal va comenzando.
Se comienza a decir que una Habanera
Hermosa y mal casada
Por él a su marido fue robada:
Y en una quinta, de la villa fuera,
La hizo vivir como en su harén Losada;
Que volvió de la Habana su marido
Y que, habiendo celoso descubierto
De la hermosa criolla su morada,
El fue en un duelo por Losada muerto
Y la hermosa infeliz envenenada.
Los más caritativos
Dicen que el Habanero estaba loco
Y la habanera tísica:
Por lo cual de su muerte los motivos
Jugos no fueron a su ser nocivos,
Sino que la mató dolencia física:
Y que el marido, enloqueciendo a poco
Por voluntad de Dios, no por horrenda
Pócima venenosa administrada,
De la ocasión se aprovechó Losada
Para cargarse de ambos con la hacienda.
Mas la murmuración no sabe nada:
Quien dice la verdad es mi leyenda,
Que es quien está del tiempo en la memoria
De consignar los hechos encargada;
Vamos, pues, adelante con mi historia.

Losada dejó al fin su gabinete,
Si no gordo y rollizo,
Con color rubicundo y gran moflete,
Porque siempre fue flaco y Dios le hizo
Con cara de color algo cobrizo.
Con sereno semblante,
Como el que tiene de su Dios delante
Su conciencia tranquila y con segura
Planta el mundo cruzar puede arrogante:
Como quien, tolerante, no se cura
De lo que hace sin él su semejante,
Ni orientarse procura
De lo que de él la sociedad murmura.
El hombre de arte en su trabajo vive:
Sus pesares y afán con él olvida,
Y en el placer que al trabajar recibe
Regenera su ser, nutre su vida.
Losada así, después de concluida
Alguna obra difícil, cuyo empeño
Soledad y silencio le ha exigido,
De él alejando el apetito y sueño,
Salió del camarín con faz serena
Y de satisfacción el alma llena,
Y volvió a su almacén a ver en calma
Si en sus máquinas guardan sus relojes
La misma rectitud que él en su alma.
El día aquel, para las cuatro en punto,
Había el doctor Lees sido invitado
A comer: como Inglés, por decontado
Que la puntualidad era un asunto
De honor para John Lees; cuando faltaba
Un minuto no más para las cuatro,
John Lees el picaporte levantaba:
Lo mismo que en las citas del teatro.
La comida fue simple; Lees se asocia
Continuamente a su festín diario,
Y Losada con Lees nada negocia
Mesa para ostentar de millonario.
Pulcritud, buen jerez, salmón de Escocia,
Buen roastbeef, pan francés, marisco vario.
Café, azúcar y puros de la Habana,
Decoro Inglés, franqueza castellana,
Esto fue lo que hubo en la comida,
Que es lo que da Losada a quien convida.
Eran las seis, y en plática sabrosa
Con el tabaco y el café seguían
Aun Losada y John Lees de sobremesa:
Los dependientes iban y venían:
La noche se iba haciendo más espesa:
Los criados el gas les encendían.
“Doctor, ¿tenéis por iros mucha priesa?”
Tras un espacio a Lees dijo Losada:
Lees respondió: “no tengo que hacer nada.”
LOSADA.


Pues luego os llevaré a mi gabinete.
LEES.


Cuando queráis.
LOSADA.


Más tarde: subiremos
Pocos momentos antes de las siete.
LEES.


Pues fumemos en tanto.
LOSADA.


Pues fumemos.

Y encendiendo otro puro, y aspirando
Del café y del tabaco la aromática
Esencia, reanudaron esperando
Losada y Lees la interrumpida plática.
En el reló que el comedor decora
Se oyeron dar de la marcada hora
Los tres cuartos al fin: y levantándose,
“Cuando gustéis, doctor,”—dijo Losada:
El doctor le siguió sin decir nada,
Y al camarín subieron, encerrándose.

Mas entremos, lector, porque el poeta
No tiene para ti puerta cerrada,
Cuarto sin luz, ni habitación secreta;
Su pluma es una luz que arde constante
Para ti nada más iluminada:
Sigueme: yo te alumbro por delante.


domingo, 24 de enero de 2016

17.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA. CAPÍTULO QUINTO II.

 CAPÍTULO QUINTO II.

Pasó Setiembre: el otoño
Va con el sombrío Octubre
Corriendo; el cielo se cubre
De nubes: ciñe en redor
El horizonte la niebla
Que en llovizna se resuelve,
Y el aura fresca se vuelve
Vendabal asolador.

Está espirando el crepúsculo
De un día opaco: se cierra
La noche sobre la tierra
Amenazando huracán.
El cierzo va ya los árboles
Desnudando hoja por hoja,
Y al espacio las arroja
Por donde perdidas van.

Luz reposa en su aposento,
Después de haber arrostrado
Un ataque muy violento;
De los que tuvo, el mayor.
Don Luis, John Lees y Losada
Están torbos y callados
En el salón agrupados
En torno del velador.

Losada tiene los ojos
Húmedos fijos en tierra:
El doctor John abre y cierra
Un libro que ante él está,
Sin conciencia de lo que hace:
Mientras a algún pensamiento
Que le está dando tormento
Vueltas en su mente da.

Don Luis, el semblante lívido,
Los ojos desencajados
Sobre la mesa clavados,
Y una mano en cada sien,
Por coger está luchando
Sus pensamientos perdidos:
Y todos tres, distraídos,
Ni se miran, ni se vén.

El viento zumba por fuera
Rasgándose en las persianas
De las cerradas ventanas,
Y, con la lluvia que cae,
En remolinos sonoros
Lanza contra las vidrieras
Puñados de hojas ligeras
Que de los árboles trae.

Don Luis alzó de repente
Su cara desencajada,
Soltando una carcajada
Entre histérica y feroz;
Y encarado bruscamente
Con el Doctor y Losada,
Dijo con vista extraviada
Y descompasada voz:

“Creo que este es el momento
“De que yo os cuente una historia,
“Que atormenta mi memoria
“Y me prensa el corazón;
“Tanto más cuanto que espero
“Que esta historia, que envenena
“Mi corazón, de esta escena
“Os dará una explicación.”

Losada y Lees con asombro
Las palabras escucharon
De Don Luis, y no acertaron
Su sentido a penetrar;
Mas él añadió, cobrando
Su aire mesurado y serio
Habitual: “Es un misterio
“Cuya llave os voy a dar.

“Escuchadme.”—Por un doble
E instintivo movimiento,
Adelantaron su asiento
Para oír Losada y Lees:
Y de tener satisfecho
Su curiosidad atenta,
En voz baja, triste y lenta,
Contó esta historia Don Luis:

“Era yo mozo: mi padre,
“Muerto hacía pocos meses,
“De cuantiosos intereses
“Me dejaba sucesor.
“Mi débil madre, en el pecho
“Por el mal de Luz herida,
“Cifraba en mí de su vida
“La esperanza y el amor.

“Mi padre fue un hombre duro,
“Frío, inflexible y severo,
“Que creado el mundo entero
“Para servirle creyó.
“Mi madre fue siempre esclava
“De su voluntad de hierro:
“Un verdugo y un encierro
“Fue lo que en mi casa halló.

“Consumida su alma débil
“Por su eterna pesadumbre,
“Vivió por fuerza y costumbre
“En una eterna ansiedad:
“Y aquella angustia perpetua
“En que a vivir se había hecho,
“Germinó al fin en su pecho
“Su mortal enfermedad.

“Dios nos dejó un día libres;
“Yo que, desde que era niño,
“Nunca a mi padre cariño
“Engendré sino temor,
“Al entierro de mi padre
“Asistí casi sin pena:
“Mi madre era un alma buena
“Y lloró por su señor.

“Mas las almas buenas nacen
“Para arrostrar en la tierra
“Una vida que no encierra
“Para ellas más que pesar.
“Yo había visto a mi madre
“Querida mas no estimada,
“Sujeta y nunca acatada:
“No la supe respetar.

“Hijo único, de carácter
“Indómito a todo yugo,
“De mi madre no me plugo
“Soportar la autoridad;
“Y sin resistencia abierta,
“Mas con firmeza heredada,
“La suya fue dominada
“Al fin por mi voluntad.

“La infeliz al quedar viuda
“Solo cambió de verdugo:
“Pudo aligerar su yugo,
“Mas no le pudo romper.
“La sociedad tendrá un día
“Que dar cuentas al Eterno,
“De este vasallaje interno
“Con que humilló a la mujer.

“Y los padres que a su esposa
“A que respeten sus hijos
“No acostumbran, con prolijos
“Pesares lo pagarán
“En su raza: de su madre
“Los que la ley no respeten
“Y a ella no se sujeten,
“Infelices morirán.

“Yo fui mal hijo: no importa
“Que mi padre sea el culpado
“De mi falta; mi pecado
“Su castigo ha de tener.
“Mi padre habrá respondido
“Por sí; de su mal ejemplo
“No puedo yo inmune templo
“Para mi delito hacer:

“Yo era mozo, y de una herencia
“Pingüe posesor hallándome,
“Me eché al mundo presentándome
“Con un espléndido tren.
“De mi estirpe la nobleza,
“Mi educación, mi riqueza
“Sobre todo, al mundo hicieron
“Que me recibiera bien.

“Aunque no olvidé en el mundo
“De mi hacienda los negocios,
“En sus criminales ocios
“Todas mis rentas gasté:
“Me apegué a sus vanidades,
“Sus deleites y artificios,
“Y al fin de todos los vicios
“Del lujo necesité.

“Mas yo era joven: mi alma
“No estaba aún corrompida,
“Y en el juego de la vida
“La arriesgué sin precaución,
“Y la perdí.—Fui una noche
“A un teatro, y en su escena
“Cantar oí a una sirena
“Que encantó mi corazón.

“Del poder de las pasiones
“Mundanas, la mayor parte
“Le ejerce el poder del arte
“Y el poder de la ilusión.
“Hombre de arte, amé a Almerinda
“Bajo el poder del encanto
“De su gracia, de su canto
“Y de su reputación.

“Los frenéticos aplausos
“De dos mil espectadores,
“Las coronas y las flores
“Que llovían a sus pies,
“Embriagaron mi alma virgen;
“Tomó el oropel por oro,
“Y busqué en su alma un tesoro
“Con mi honor dando a través.

“Seguí y perseguí a Almerinda,
“La envié magníficos dones:
“Debajo de sus balcones
“Cien serenatas la di.
“Las puertas de su casa ella
“Abrió a la opulencia mía:
“Y yo ¡insensato! creía
“Que me las abría a mí.

“Yo la di con todo mi oro
“Mi corazón todo entero;
“Ella, actriz, por mi dinero
“Representó una pasión:
“Y en un año de delirio,
“Me dio los viles placeres
“Que pueden dar las mujeres
“Que nacen sin corazón.

“Del año al fin, de un invierno
“Crudo en una noche fría,
“Me asaltó una pulmonía
“De su mansión al salir.
“Luché más de tres semanas
“Brazo a brazo con la muerte:
“Al cabo fui yo más fuerte
“Que el mal, y torné a vivir.

“Curé de mi pulmonía,
“Mas no de mi amor funesto;
“Apenas me vi repuesto,
“Volví a mi amor con afán.
“Busqué a Almerinda: ya había
“Partido: ¡me quedé yerto!
“Partió, dándome por muerto,
“Con otro feliz galán.

“Yo estaba ciego y demente
“Por mi pasión; de tal modo,
“Que atropellando por todo
“Seguirla determiné.
“Los celos me devoraban:
“Nada más que a ella veía
“En el mundo. —Al caer el día
“A partir me preparé.

“Mi madre infeliz, a fuerza
“De velar junto a mi lecho,
“Sintió hacérsela en el pecho
“Su antigua tisis mortal:
“Lloró, rogó, mandó: inútiles
“Fueron el mandato, el ruego
“Y el llanto: yo estaba ciego
“Por mi pasión criminal.

“Lánceme en pos de Almerinda;
“Dejé en su lecho postrada
“A mi madre abandonada,
“Y hacia Nápoles corrí
“Desatinado. Conciencia,
“Honor, todo lo inmolaba
“A ella. ¡Satanás estaba
“Apoderado de mí!

“Llegué a Nápoles. El público
“Allí a Almerinda aplaudía,
“Y allí con ella tenía
“A mi dichoso rival.
“Les vi salir del teatro,
“El ciego, ella descuidada;
“Les seguí, y de su morada
“Tras ellos pasé el umbral.

“No sé lo que hice: el insulto
“Debió ser grande; un momento
“Después, detrás de un convento,
“Nos hallábamos los dos
“Espada en mano. El combate
“Duró un punto… acaso nada;
“Yo le dejé, con mi espada
“Cruzado, a merced de Dios.

“Subí a casa de Almerinda,
“ Y de ira y de celos negro,
Le maté,—dije.—Me alegro,
“Respondió con frialdad:
Ya no le quedaba un céntimo,
Y estaba ya decidida
A darle una despedida
Como la tuya.—Maldad

“Semejante, sangre fría
“Tan bárbara, heló la mía:
“Y cuanto amor la tenía
“Sentí cambiarse en horror.
“Ella añadió: “Si habéis muerto
“ A ese hombre, dejad mi casa
“Antes que de lo que pasa
“Se entere el gobernador.”

“Desgarróseme la venda
“Que hasta allí me había cegado:
“De mi posición horrenda
“Comprendí la realidad:
“Enamorado de un monstruo
“A quien juzgué ángel divino,
“Iba a ser por asesino
“Preso en extraña ciudad.

“Se me agolpó a la memoria
“Toda mi vida pasada:
“Mi hacienda dilapidada
“Por tan infame mujer,
“Mi honor manchado, mi madre
“Abandonada… hubo un punto
“En qué creí que era asunto
“Para mí de enloquecer.

“Miré a Almerinda: la infame
“Me miraba sonriendo,
“Tal vez mi angustia leyendo
“Con placer sobre mi faz.
“Yo, sintiendo de repente
“Horror de ella y de mí mismo,
“Me libré de aquel abismo
“Que iba a sorberme voraz.

“A aquella mujer malvada
“De mi amor vi tan indigna,
“Que ni aun la tuve por digna
“De mi venganza. Volví
“A embozarme, avergonzado
“De mi amor y mi demencia,
“Y a paso precipitado
“De su casa me salí.

“Volví a entrar en mi posada:
“Pagué al huésped mi hospedaje,
“Y volviendo mi equipage
“En mi maleta a encerrar,
“Aguardé la luz del día:
“Y en el vapor que salía
“Para Marsella a las siete,
“Me hice en silencio a la mar.

“Volaba sobre las ondas
“El vapor: mas mi conciencia
“Me quemaba de impaciencia
“Y de miedo el corazón.
“Mi tragedia de Almerinda
“Había sido mi escarmiento,
“E iba en mi arrepentimiento
“A volverme a la razón

“Me resolví a consagrarme
“De mi madre a la ventura,
“Y a convertir su amargura
“En calma y felicidad
“Mientras viviera.—¡Insensato!
“¡Como si Dios no existiera,
“O impune dejar pudiera
“En la tierra mi maldad!

“Llegué a mi casa de noche.
“Ni luz, ni rumor de gente
“Percibí en ella: indolente
“Dormía en su habitación
“El portero: llamé airado
“Dos veces: con desagrado
“Contestó, y abrió turbado
“Al conocerme, el portón.

“¿Mi madre está ya acostada?
“Y no hay miedo que despierte.
“¿Por qué?
“Porque está enterrada
“Diez y siete días ha.—
“Aquel golpe era muy fuerte:
“A su atroz sacudimiento,
“Caí sin conocimiento.
“¡Así Dios sus golpes da!

“Mi madre murió llamándome:
“Y no faltó quien la dijo,
“Que la abandonaba su hijo
“Por ir tras una mujer.
“Entonces aquel espíritu,
“Que en perpetuo sufrimiento
“Una vida de tormento
“Pasó sin ningún placer,

“Dejó escapar de su vida
“Por las pesadumbres rota,
“De hiel una amarga gota
“¡Y sobre mí la vertió!
“Mi madre dijo impaciente:
“¡Permita Dios que esa infame
“Y cuantas mujeres ame,
“Mueran como muero yo!

“Dios la escuchó, y a su fallo
“Es forzoso que me rinda:
“Así se murió Almerinda,
“Y así Luz se morirá.
“¿No es el momento oportuno
“De traerlo a la memoria?
“¿El misterio de mi historia
“Habéis comprendido ya?

“Fui mal hijo: de mi estirpe
“Solo soy; no hay esperanza:
“En mí ha de caer la venganza
“De mi madre y de mi Dios.
“He amado a dos mujeres;
“Fuerza es que para ambas haya:
“Fuerza es que arrastrada vaya
“La virtud del vicio en pos.”

Dijo Don Luis: y dejando
El velador bruscamente,
Fue a la ventana de enfrente,
Abrióla con rapidez,
Y sacando el busto fuera,
Con afán calenturiento
Se puso el húmedo viento
A aspirar con avidez.

LOSADA.


Doctor, ¿no teméis que ese hombre
Tenga el juicio trastornado?
JOHN LEES.


Si es verdad lo que ha contado,
Que enloquezca es natural.
LOSADA.


¡Dios mío! Entonces…


JOHN LEES.


(interrumpiéndole)
Es claro:
Ya veis que él mismo lo dijo:
Dios es justo, y el mal hijo
No es feliz y muere mal.

Quedó Losada espantado
Del doctor viendo la calma,
Y en el fondo de su alma
Sintiendo la exactitud
De su observación terrible.
En esto, un soplo de viento
Asaltando el aposento,
Desgarró del gas la luz.

El vendaval comenzaba
A hacerse huracán bravío:
Don Luis con el viento frío
Templaba su ardor febril
En la ventana de pechos,
Sin ver que el viento a que abría
Paso, le descomponía
El aposento gentil.

Flotaban los cortinajes
De sus pabellones sueltos,
Y los papeles revueltos
Comenzaban a volar
Arrancados de las mesas,
Y del gas las llamaradas,
Espiraban sofocadas
Y volvían a brotar.

Losada y John Lees, absortos
Con la lúgubre memoria
De aquella tremenda historia
Que acababan de escuchar,
O tienen su pensamiento
Fuera de alcance del viento,
O a Don Luis dejan de intento
Con él su fiebre calmar.

En la espectación fatídica
De este silencio anhelante,
De una Iglesia protestante
Situada en la inmediación
Se oyó al reló dar las siete;
Cuyas siete campanadas
Fueron a perderse ahogadas
Del vendabal entre el son.

Mas una furiosa ráfaga,
Lanzándose por la abierta
Ventana contra la puerta
Del cuarto de Luz, la abrió
Del quicio desencajándola
Con estrépito violento,
Y de Luz al aposento
Revoltosa penetró.

Losada y Lees por afuera,
Y de Luz la camarera
Por dentro, se abalanzaron
A cerrarla: mas fue ya
Tarde; la ráfaga helada
Mató la vela y, el lecho
Sofaldeando, azotó el pecho
De Luz que dormida está.

Sintió la enferma, del viento
Por la fría bocanada,
Desaparecer cortada
Su febril transpiración,
Y sintió que, al ser por ella
De muerte en su cuerpo herida,
Su postrer soplo de vida
Se la iba del corazón;

Y exhaló un hondo gemido
Que resonó en las tinieblas
De todos en el oído
Con un terrífico son.
“¡Luz! ¡Luz!”—dijeron a gritos
Todos los que al aposento
Llegaban, y hubo un momento
De angustia y de confusión.

Dejó Don Luis la ventana
Y entró con una bujía
El último: Luz tosía,
Pero con esfuerzo tal,
Con crispación tan violenta,
Con tan seca y convulsiva
Tos, que por momentos iba
Desfalleciendo mortal.

Al fin del acceso, exánime
Dijo: “¡ese viento me ha muerto!”
Y Luz el semblante yerto
Sobre su pecho dobló.
Ya era cadáver.—Entonces
Don Luis con cóncavo acento
Dijo: “¡la ha matado el viento,
“Y abrí la ventana yo!”

Y sobre Luz sin sentido
Doblándose hacia adelante,
Pareció por un instante
Que estaban muertos los dos.
Lees dijo quedo a Losada:
“Si ahora le quitara el juicio,
“Era el mayor beneficio
“Que podía hacerle Dios.”

Acudió a Don Luis el médico:
Y acercándose Losada
A Luz, al cuello colgada
La halló su repetición.
Teníala entre sus manos
Enclavijadas asida,
Y con ellas comprimida
Encima del corazón.

Sacósela, y con asombro
Vio que se había parado
Cuando Luz había espirado.
Notar se lo hizo a John Lees,
Y este dijo: “¿quién acierta
“Los juicios de Dios? parada
“La repetición, Luz muerta.
“Y… ¡mirad!… loco Don Luis.”

Y era así: pasó el letargo
Por el cual fue acometido
Don Luis, mas volvió sumido
En insana insensatez.
Le hablaron, mas no obtuvieron
Rexpuesta de él; le pusieron
Ante Luz, y contemplóla
Con profunda estupidez.

Ante esta doble catástrofe
Sintió Losada espantado
Su cuerpo paralizado
Por el frío del terror:
Al fin, volviéndose al médico,
El cual como hombre de ciencia
Lo ve con indiferencia,
Dijo: “Y ahora, Doctor,
“¿Qué hacemos?”
LEES.


Tiene muy poco
Que discurrir: dar al loco
Una jaula en Bedlam, y a ella
Un sepulcro en el panteón.
LOSADA.


¿Y su hacienda?
LEES.


Administradla
Vos, por si él vuelve en su acuerdo,
Y de ella como recuerdo
Guardad la repetición.


lunes, 4 de enero de 2016

12.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA. CAPÍTULO CUARTO.

Continuamos ofreciendo los capítulos correspondientes a Una Repetición de Losada de José Zorrilla. Puede resultar un tanto aburrido ya que son casi tres mil versos los que dedica el poeta a Losada, pero aun corriendo el riesgo de resultar pesado, creo que debe saberse la importancia que el relojero Losada tenía para José Zorrilla y que debe conocerse la obra es su totalidad.

Será una llamada más a las autoridades madrileñas para que satisfagan la deuda con Losada y le dediquen ya una calle. Se la merece.


Capítulo cuarto. El canto del fénix.

O el buen doctor John Lees hombre muy ducho
Es en su facultad y sabe mucho,
O su ciencia va errada
Y de Luz en el mal no entiende nada.
La estación del estío
Va ya muy avanzada:
Dentro de un mes en Londres hará frío,
Y si Luz no mejora
Se mantiene en su ser y no empeora.
Con el carmín de la salud no brilla
La nacarina tez de su mejilla:
Mas Luz ni cuando sana
Salud y robustez allá en la Habana
Rebosaba, fue nunca muy subida
De color; porque Luz tuvo la vida
Siempre en su corazón reconcentrada:
Su sangre, al corazón siempre llamada,
Jamás hacia la piel fue repelida.
La hermosura de Luz no pertenece
A la beldad carnal y antipoética,
Cuya sangre en el cutis aparece
Y a quien la robustez sola embellece:
Esa muere o ahíta o apoplética;
Sino a esa otra hermosura que parece
Modelada en marfil, nácar o cera
Y cuya piel la sangre no enrojece.
Esa mujer ardiente y hechicera,
Toda vida, toda alma, que a sí misma
Se da calor vivífico y que abisma
Dentro del corazón su vida entera;
Esa muere de tisis o aneurisma.
John Lees preparó a Luz una bebida
Que toma a cucharadas, y con ella
Si su faz decaída
La salud juvenil aun no destella,
Luz no sufre, está alegre, está animada:
Aunque siempre está pálida, está bella;
Y si enferma está aún, no siente nada.
El doctor y Losada visitaron
A Luz el mes de mayo, día a día,
Y poco a poco entre los dos lograron
Disipar la sombría
Tenaz melancolía
Que en su oscuro aislamiento alimentaron
Luz y Don Luis. Entrambos se negaron
A buscar sociedad en casa ajena
Ni a admitirla en su casa:
Mas Losada y John Lees con poca pena
Les reunieron sociedad escasa
Y del doctor para el intento buena.
John Lees, cuyas estensas relaciones
Alcanzan del gran mundo a las regiones
Y al mundo de las ciencias y las artes,
Y Losada que en todas condiciones
Las suyas estendió por todas partes,
Fueron su casa abriendo a algunos hombres
A quienes recomiendan en Europa,
No el lujo de su empleo o de su ropa,
Sino el valor de sus famosos nombres.
De esos a quienes Dios desde su infancia
Infunde la conciencia
De su propio valer, y que importancia,
Al mérito que Dios les dio en herencia
No dan con hiperbólica jactancia;
Pero de esos que siempre sobre el mundo,
Con su genio vivífico y fecundo,
Conservan inmortal preponderancia.
De esos la sociedad apetecible
Es siempre y la amistad indestructible;
Porque, de ingenio y tolerancia llenos,
De alma leal y corazón sensible,
Para el amor y la amistad son buenos.
Entre ellos dos franceses escritores
De espiritual conversación amena,
Un egregio poeta cuya vena
No inspira con románticos horrores
Pesar y escepticismo, dos pintores
Célebres Italianos,
Y dos compositores alemanes,
Se hicieron sus asiduos tertulianos.
Muy pronto se empezaron a echar planes
Para hacer en tan dulce compañía
Agradables las horas
De la noche y del día:
Comenzaron a ser encantadoras
Las de Luz, de ilusión, de poesía
Y amor llenas: se hicieron escursiones,
Por la ciudad primero, visitando
Sus monumentos, parques y paseos,
Poco a poco alargando
Tales espediciones,
Conforme la ocasión y sus deseos.
Se llenaron los álbum de caprichos
Durante las soirées: se improvisaron
Con familiar deleite y entre dichos
Chispeantes de talento, que inundaron
Las almas de placer, ricas sonatas
Alemanas, canciones españolas,
Y aquellas venecianas serenatas
Y las napolitanas barcarolas,
Que cantan en la mar, a voces solas
O al son de un pobre y bárbaro instrumento
Solamente en sus playas conocido,
El gondolero pálido del Lido
Y el pescador de Amalfi y de Sorriento.
En cuya grata sociedad, risueña
Comenzó la hermosísima cubana
La existencia a mirar mas halagüeña
Y la hora de su muerte más lejana.
Luz tomó al fin un palco de proscenio
En la ópera italiana,
Dó con su sociedad, rica de ingenio,
Iba a pasar tres noches por semana:
Gozando al par la inspiración del genio
Creador del maestro, y el encanto
De la maestra perfección del canto.
El público a la vez y los actores
Fijaron su atención en la figura
De la mujer que, falta de colores,
Parecía una pálida escultura
De nácar, con dos ojos brilladores
Como diamantes negros brasileños,
A su palco entre blondas asomada,
Cual la imagen poética de la hada
Que impera en el alcázar de los sueños
De su alcázar de nubes estraída,
O cual visión de una alma desterrada
Que mora en los confines de la vida.
Poco a poco Lablache, Mario y la Alboni,
De uno en otro entreacto,
De boca de Ronconi
Que de su vida dio relato esacto,
Aprendieron quién era
Aquella palidísima habanera
Que, cubierta de blondas
Y a pesar del calor envuelta en pieles,
Ven salir de su palco cada noche
Cual Venus de la espuma de las ondas,
Para subir a su elegante coche
Seguida en pos de sus amigos fieles.
Pronto escitó la admiración de todos
Luz, y empezó a correr de boca en boca,
Contado y comentado de mil modos,
Cuanto a su nombre y su existencia toca.
Hicieron para serla presentados
Insistencia no poca
Los leones de todos los estados:
Mas Losada y John Lees se mantuvieron
Firmes y sus ataques resistieron;
Siguiendo la mansión de la Habanera
Vedada a inútil juventud ligera.
Permaneció en su círculo encerrada
Luz, y su sociedad privilegiada
Gozó, noche por noche y día a día,
La escasa y escogida compañía
Espresamente para Luz formada
Por el doctor John Lees y por Losada.
Luz estender su voluntad podia
Hasta donde el capricho la impulsara:
Con tal que la hermosísima habanera
Sus caprichos al orden sujetara,
El esceso menor no cometiera,
Y sobre todo, en fin, que no cantara.
El canto era la fruta prohibida
Del jardín de su vida;
Abandonar el canto o la existencia
De la mísera Luz era sentencia;
Cuya importancia nadie comprendía,
Al ver a la simpática habanera
Pálida sí mas viva y hechicera:
Pero sentencia irrevocable era
Que John Lees inflexible mantenía.
Permitido la estaba en el piano
Acompañar a Flávio, el noble Ibero
Que por este dejó su nombre Hispano,
De quien no hay quien se atreva
A negar la doble honra con que lleva
Flávio el tenor y Flávio el caballero,
Del teatro y del mundo el doble nombre:
Y a Enriqueta Sontag, que de condesa
Fué la fortuna por salvar de un hombre
A ofrecer sus talentos a una empresa;
Porque Enriqueta y Flávio, semejantes
En la doble existencia con que viven
De nobles a la par y de cantantes,
No solamente al público se exhiben
En la escena: los nobles les reciben
En sus salones hoy lo mismo que antes.
Y Luz, que por su raza y su riqueza
Humos aristocráticos tenía,
En el suyo a su vez les recibía.
Luz para distraerse en la tristeza
En que su mal a veces la sumía,
Podía ocupación a su cabeza
Para dar a sus manos de alabastro,
Volver las ojas y el difícil rastro
Seguir sobre el papel, de nota en nota,
A aquella ejecución mil veces rota
Por floréos y escalas imposibles
Para dedos y afanes
Que no sean de cuerpos alemanes,
Y en la cual los dos músicos germanos
Solían empeñarse a cuatro manos;
Mas eran con su mal incompatibles
Los acentos mas leves,
Los compases mas breves
Ejecutados con su voz; con eso
John Lees no transigía: era un mandato
Positivo y espreso,
La única condición de su contrato
Con Luz: en cuya cura aún esperaba,
Bien entendido, si jamás cantaba.
Y es lo cierto que Luz, con la bebida
Del buen doctor John Lees y sus cuidados,
Mantener parecía de su vida
Los hilos otra vez asegurados.
Luz se desesperaba
Alguna vez: mas el doctor la hacía
Notar que no cantando no tosía,
Y que si no tosía se curaba:
Y Luz se convencía y no cantaba.

Una noche (era la del quinto día
De agosto y ya la luna en su creciente
Como aro roto de metal lucía,
Alumbrando la tierra tibiamente)
En su cámara Luz estaba sola
Y no había llegado todavía
Su sociedad; abrióse de repente
La mampara y Losada presentóla
A Moriani, el tenor que mejor muere
Sobre la escena, y cuya voz más hiere
El alma con el tierno “¡madre mía!”
De Lucrezia. Moriani ya no canta
En la escena, mas queda todavía
Voz en el corazón y en la garganta
Del tenor de Stradella y de Lucía.
Luz no había alcanzado
A Moriani: do quier que había ido
Para oírle en Italia había llegado
Tarde, y el gran tenor había partido.
Losada, el cual con paternal cariño
Los antojos de Luz de cumplir cuida
(Y antojos hay de la mujer y el niño,
Que cumplidos por ser cuestan la vida)
Se dio por venturoso
En poderla cumplir aquel capricho;
Y de Luz el estado peligroso
Al tenor complaciente habiendo dicho,
Fueron los dos a la casita aislada
Dó está Luz a estinguirse condenada.

Para un alma de artista el arte es todo;
Luz y Moriani plática trabaron
Con el tono cortés y urbano modo
De la alta sociedad: pero se hartaron
Pronto de las vacías insulseces
Con que la sociedad aristocrática
Se aburre por decoro muchas veces.
Luz fue la que primero dio a la plática
Un giro familiar: de frase en frase
Fué la conversación, cual si viajase,
Llevando diestramente de Inglaterra
A Francia y luego a Italia; y era llano
Que una vez de la música en la tierra
Metidos, la cuestión concluiría
Por ir Luz a sentarse en el piano,
Y abrir ante Moriani la Lucía.
Moriani comprendió desde el instante
A qué Luz musical cantar debía,
Y quiso de ella sostener delante
Su gran reputación de buen cantante.
El nombre de Moriani vive unido
A tres piezas finales: de Stradella,
De Lucrezia y Lucía: y se revela
En lo que son las tres lo que él ha sido;
El tenor de mas hondo sentimiento
Que ha lanzado jamás su voz al viento.
Luz preludió unos rápidos compases,
Cual maestra los da para un maestro,
Y entró Moriani en las primeras frases
Con aquel entusiasmo y aquel estro
Poético elevado hasta el delirio,
Llevado al estertor de la agonía,
Que al alma que le escucha da martirio,
Que ataca al corazón y que convierte
En lamento mortal la melodía:
Por el cual le llamó la Italia entera
“El tenor de la muerte:”
Divisa de Moriani todavía.
Luz sintió de Moriani el entusiasmo
Introducirse en su alma,
Y sacudiendo el mórbido marasmo
Con que su mal la hundió en forzosa calma,
Con el alma siguió, no con la mano,
De Moriani la voz sobre el piano.
Y jamás el tenor cantó en la escena
Con mas inspiración ni mas ternura
Para una sala de entusiasmo llena,
Ni Luz acompañó con mas ventura
Su propio canto cuando estaba buena.
Ya Moriani callaba
Y de ambos la emoción se prolongaba
Más que la última nota de Lucía;
Después de seis minutos aun temblaba
Moriani, y Luz febril se estremecía.
MORIANI.


¿La señora no canta?
LUZ.


Ya no puedo.
MORIANI.


¡Es lástima!
LUZ.


El doctor me lo ha vedado.
MORIANI.


¡Lástima! un dúo hubiéramos probado.
Luz.


Lo probaremos.
LOSADA.


No.
LUZ.


Cantaré quedo.
LOSADA.


No, Luz: os va a hacer mal.
Luz.


Una vez sola
Poco mal puede hacerme.
LOSADA.


¡Yo os requiero
Por vuestra propia vida!
Luz.


Yo lo quiero.
LOSADA.


No.
Luz.


Sí.
LOSADA.


Sois muy tenaz.
Luz.


Soy Española.
Dijo Luz, y a Losada repeliendo
Sentóse en el piano:
Y en el atril otra ópera poniendo,
(Alma que más que la existencia aprecia
Su existencia en el arte
Y sin el arte su existir desprecia,)
Puso con gesto triunfador y ufano
Ante Moriani absorto la Lucrezia
Y en el teclado de marfil la mano.

Lanzóse Luz en el final brillante,
Gloria de Donizetti: arrebatado
Por Luz metióse el célebre cantante
En el dúo tras ella; y encantado
De su órgano vocal con el sonido,
Su espíritu sentía, avasallado,
De su garganta música arrancado
Para escuchar, pasársele al oído.
La voz de Luz, que se nutrió en su pecho
Sin ejercicio en su pulmón guardada,
Brotó encontrando el aposento estrecho
Para el vigor con que brotó inspirada;
Y al decir “era desso il figlio mio
Dio a su voz tal corage, tanto brío,
Que vencido el prosaico Losada
Se quedó con el alma embebecida
Oyendo aquella voz tan bien timbrada,
Sin ver que con la voz iba la vida,
Como con una hoz, a ser segada.
Mientras Luz derramaba por el viento
El magnético timbre de su acento,
Moriani, concluida ya su parte,
Cantar su aria final la oía atento
Con la atención hondísima del arte;
Y con su voz celeste é inspirada
Luz abría un Edén en su aposento
Al alma de Moriani y de Losada.

Era el canto del Fénix que en la cumbre
De la montana vé sin pesadumbre
Llegar su muerte: sus alientos mide,
Y del último sol que le da lumbre
Con su cantar postrero se despide.

Luz atacó con fé su última nota
Y la dio limpia y con vigor herida;
Mas, como fuente que el temblor agota,
El vigor de su voz secó su vida.
Tosió: de sangre cárdena una gota
A su boca brotó descolorida,
Y de sentido se plegó privada
En brazos de Moriani y de Losada.

“¡Miserable de mí! dijo éste al punto:
“Bien decia el doctor: la culpa es mía!”
Y pálido a su vez como un difunto
De Luz los broches con afán rompía;
Moriani arrodillado de ella junto
Trémulo de terror la sostenía:
Pero su turbación cuanto más crece
Su solícito afán más entorpece.

Sus vestidos al fin rasgó Losada,
Y del corsé al tirar de la ballena,
En el cuello de Luz, dos vueltas dada,
De su repetición vio la cadena:
La asió en la turbación que le enajena,
Y su repetición sacó colgada
De sus argollas de oro: Luz tenía
Su regalo en su seno, y su existencia
Por su infalible máquina medía.
Luz su repetición no había perdido,
Descompuesto, ni roto,
Durante el largo tiempo de su ausencia;
Y su tiempo por ella había medido
Siempre, leal de su amistad al voto.
Iba, pues, la hora estrema de su vida
Por su repetición a ser marcada:
Que era la idea atroz siempre temida
Por el alma aprensiva de Losada.
Quedó un instante el infeliz, sombrío,
Su reló señalando con el dedo
Y a sí mismo diciéndose: “¡es el mío!”
Y en su esencia vital sintió del miedo
De la superstición correr el frío.

Entretanto a la vida no volvía
Luz: Losada embargado continuaba
Por su superstición: lo cual miraba
Moriani, que la escena contemplaba
Sin poder comprender lo que veía.
En esto en la antesala de repente
Voces se oyeron y rumor de gente:
Abrióse la mampara
Y el doctor y Don Luis, que se encontraron
Con Losada y Moriani cara a cara,
Un grito, viendo a Luz, al par lanzaron.
No osó ninguno en el primer instante
Dar ni pedir esplicacion del hecho:
Mas Don Luis dando un paso hacia adelante
Dijo, de lo mas hondo de su pecho
Arrancando la voz: “¡Luz ha cantado!
—“Y se ha suicidado!
Dijo el doctor:—llevémosla a su lecho.”
D. LUIS.


¡Dios mío! ¿qué decís? ¿muerta está acaso?
EL DR.


No: mas debo decirlo en mi conciencia;
De su estado a la muerte hay solo un paso:
Luz cuenta por minutos su existencia.
D. Luis.


¿No hay remedio, doctor?
EL DR.


Era sentencia
De Dios; yo se lo había revelado:
No cantar, o morir.
TODOS.


¡Luz ha cantado!

Era el canto del Fénix que decide
Morir su fin cantando, y en la cumbre
Del monte secular donde reside,
Del postrimero sol que le da lumbre
Con su cantar postrero se despide.


martes, 22 de diciembre de 2015

10.- ZORRILLA Y LOSADA. UNA REPETICIÓN DE LOSADA. CAPÍTULO TERCERO.

Capítulo tercero.

Lasciate ogni speranza ¡Olí voi ch'intrate!

En una de las calles solitarias
Que, mas allá del parque del Regente,
Dan a Londres carácter diferente
Del que tiene en su centro, con las varias
Construcciones y formas caprichosas
De sus casas aisladas y dispares,
Que parecen ya quintas deliciosas
Modernas, ya castillos, seculares
De goda y de normanda arquitectura.
Ya kioskos de arabescos alminares,
Hay una que, encerrada en la verdura
De un arbolado umbroso parquecillo,
Tiene visos de quinta y de castillo.
Un muro irregular de escasa altura,
Fabricado de cárdeno ladrillo
Al estilo morisco recortado
En estrellas, polígonos, triángulos,
Y losanges, formando alicatado,
Cerca en redor el parque, cuyos ángulos
Unos pilares, dobles aseguran,
Que sirven a la yez de pedestales
A chinescos y etruscos macetones
Casados dos a dos; desde los cuales,
Cual de la India oriental en los balcones
De los palacios reales
Y en los de cuentos de hadas y hechiceras
Cuelgan cortinas de bordados chales.
Se tienden ondulantes, olorosas,
Frescas, movibles, verdes y ligeras
Cortinas de jazmin y enredaderas,
Que cubren descarriadas y viciosas
Las paredes enteras.
Cuadros de yerba exhuberante y larga,
Prados en miniatura artificiales,
Que no Dios sino el hombre allí se encarga
De crear, visten el ameno suelo;
En medio, ramilletes de rosales,
De espesos y pajizos retamales
Y otros arbustos mil de flor amarga
Y propiedades mil medicinales,
Dan vista, aroma y sombra a aquellos prados,
Cortados al capricho por caminos
Limpia y esactamente enarenados
Y que forman dibujos peregrinos.
A través de las verdes praderillas,
En torno de los árboles copados,
Bosquetes de retamas amarillas
Y ramilletes de rosales, plantas,
Y arbustos en macetas y en jarrones,
Dan estos caminillos vueltas tantas
Y hacen tantos recodos y rincones,
Que tornan aquel parque en laberinto:
Pero sus sendas a la vista sueltas
Y por dó quier partidas, con distinto
Destino y fin al parecer tendidas
Y unas en otras por dó quier revueltas,
Todas a un mismo punto conducidas,
De la casa a parar van al recinto
Después de tantas caprichosas vueltas.

Para esto de alojarse, los Ingleses
Tienen don especial, y nadie sabe
Amalgamar como ellos cuanto cabe
A un tieñipo en bienestar y en intereses.
Nosotros, gente audaz del mediodía,
Raza inquieta enemiga del reposo,
Inclinada al tumulto de la guerra,
Que tenemos la ardiente Andalucía
Con su brillante sol esplendoroso
Y su feraz y productiva tierra,
Dejamos a la mano providente
Del Supremo Hacedor omnipotente
El cuidado de darnos existencia
Feliz, con nuestros sanos alimentos,
Clima benigno, alegres pensamientos,
Y cómoda y barata residencia
En el jardín que, en nuestro rico suelo,
Bajo su azul y saludable cielo,
Nos tocó en este mundo por herencia;
Y habiendo sin afán frutos opimos
Y vida dulce y regalona hallado
En nuestro aire jamás emponzoñado
Y de la tierra fértil do nacimos
En las frutas, las mieses y racimos,
Del grande afán con que el Inglés se aloja
Hacer burla tal vez se nos antoja,
Y de él sin fundamento nos reímos.
El Inglés, que ha nacido en una tierra
Que escasísimos gérmenes encierra
De fructificación y bajo un cielo
Tan triste como estéril es su suelo,
Trabaja sin cesar, infatigable,
Porque tiene que dar a su sustento,
A su vida social y alojamiento
Lo cómodo, supérfluo o agradable
Que negó a su país el firmamento.
Así que, en los mas mínimos pedazos
Que forman de su tierra los confines,
Al poder de su ingenio y de sus brazos
Lo que Dios hizo erial torna, en jardines
El agua que las lluvias hacen lago
Con poderosos mecanismos vacia,
Sus derrames mas lejos aprovecha,
En sus terrenos áridos los echa,
Y a merced de su afán y pertinacia,
En lo que ayer fue norial frutos cosecha,
Y donde ayer hervía la inmundicia
Hoy miran, nuestros ojos con delicia
Elevarse con gracia
De un campanario la elegante flecha;
Y lo que Dios no le otorgó, lo adquiere,
Y lo que el suelo no le da, lo crea,
Y de comodidades se rodea:
Y como él se procura cuanto quiere
Y a sí mismo se da cuanto desea,
Cómodo vive y satisfecho muere;
Y así es hombre el Inglés de tal estofa
Que mas merece aplauso que no mofa;
Porque todo país civilizado
Debe de hacer de su existencia el viaje,
No en un asno o a pié como el salvaje,
Sino como a quien Dios el mundo ha dado
Con cuanto existe en él por hospedaje:
Es decir, con espléndido equipaje,
Por el genio o la fuerza arrebatado
En un vapor o cómodo carruage,
Y en una casa cómoda alojado.

Y esta casita aislada y pintoresca
De la que voy hablando, rodeada
De arboleda sombrosa y yerba fresca,
Era una elegantísima morada
De esas que nada más tiene en la tierra
La capital soberbia de Inglaterra.
Su pórtico, italiana columnata
A cuya ancha meseta se subía
Por cómoda y tendida escalinata,
Sobre estensa antecámara se abría
Que a un lado el paso del salón franqueaba
Y por el otro al comedor se entraba
Del cual a los jardines se salía.

En el piso del centro se halla todo
Cuanto preciso es de cualquier modo
A la vida social, pública, esterna;
Rico salón con música y piano,
Comedor, sala de armas, biblioteca,
Camarín de reposo, y a la mano
El jardín con columpios y con juegos,
Flores, paseo, luz y ambiente sano.
La existencia doméstica é interna,
La vida estraña al turbillon mundano,
La vida del amor, íntima y tierna,
Está modestamente retirada
Al piso superior; los dormitorios,
El baño, el tocador, el gabinete
De labor de las damas, el bufete
De trabajo del dueño están arriba;
La existencia social ocupa el centro,
Y según es de Londres la costumbre
( Y es la costumbre que mejor encuentro)
Bajo de todo y de la casa dentro
Los oficios, hogar y servidumbre.
Los muebles de la casa pocos, ricos
Y útiles son: no hay nada que no sea
Necesario; allí está la chimenea
Surtida de pantallas y abanicos:
Las ventanas y puertas con mamparas,
Los suelos con alfombras: los estantes
Llenos de ropa blanca; entran por varas
Las telas de las amplias colgaduras
Que decoran los lechos,
Necesidad que el clima trae consigo;
Cortinages de pródigas anchuras
A propósito hechos
Para el nocturno y necesario abrigo.
Están aparadores y bufetes
De plata, china y de cristal colmados:
Mas no de esos inútiles juguetes
Con que en Francia se tienen decorados,
Sino de esos mil trastos que, aunque varios
Y de rara invención, son necesarios.
Todo es allí comodidad, limpieza
Y orden; nada hay de más, nada de menos,
Nada sin un objeto en cada pieza;
Casa, muebles, criados están llenos
De decoro; y allí respira gracia
Todo; allí anuncia todo la riqueza
Y el comfort de la inglesa aristocracia.
Esta casita, en fin, a donde ahora
Conducir al lector nos interesa,
Es una habitación encantadora
Como en su rica capital las mora
Hoy solamente la nación inglesa.

La mañana está clara, el aire puro.
El cielo azul, la atmósfera serena,
Londres alegre; del laurel oscuro
Entre el follaje canta filomena:
Empiezan a venir las golondrinas
De África: empiezan a brotar las flores
Y su botón las rosas purpurinas
Empiezan a romper; jugo y colores
Toma cuanto vejeta,
Y el aura impregnan ya con sus olores.
El lirio fresco y la gentil violeta.
Del Támesis las lóbregas neblinas
El sol desgarra con caliente rayo,
Toda la tierra, en fin, se regenera
Al influjo vivífico de mayo
Y al soplo de la fértil primavera.

Iban a dar las diez de la mañana;
El portero que guarda el parquecillo
De esta casa con humos de castillo,
De la cual descripción amplia y lozana
Acabamos de hacer, engalanado
Con su librea azul, está plantado
A cuatro pasos del umbral afuera,
Mirando atento entre la doble hilera
De edificios que forman la calzada
Si viene alguno a quien sin duda espera.
En la mesa del pórtico, que entrada
Da a la casa y remate a la escalera,
Se pasea con paso mesurado
Un hombre ya de edad, condecorado
Con la legion de honor, de rigurosa
Etiqueta vestido, y de lustrosa
Bota y guantes blanquísimos calzado.
Su cabellera es blanca: su cabeza
De cabello en el centro despojada,
Su faz severa, perspicaz mirada,
Posado continente, serio trage
Y todo el esterior de su persona
Lleno de dignidad y de nobleza,
Le dan por importante personage
A quien su propia dignidad abona.
En sus ojos se vé la inteligencia
Del hombre acostumbrado de la ciencia
A engolfarse en el piélago profundo,
Y en toda su presencia
La buena educación y la esperiencia
Del hombre familiar con el gran mundo.
Benevolente, la bondad se marca
En aquel ojo que tranquilo mira
Bajo una ceja que jamás se enarca;
Este hombre, en fin, que confianza inspira,
Tiene, aun en nuestro siglo de mentira,
La digna sencillez del patriarca.
Es el doctor John Lees, que ha recorrido
Del mundo la mitad y ha atesorado
Cuanto el mundo científico ha sabido
Y lo que su esperiencia le ha enseñado.
Y es hombre que del uno al otro polo
Ha recogido de la ciencia frutos
Grandes, que más secretos sabe él solo
Que muchas academias e institutos,
Y que más moribundos ha salvado
Que Broussais y comparsa han enterrado.
Tras él y por la puerta
De par en par abierta,
Se ven en la antecámara, parados
Y en librea de gala, dos criados
De servicio interior y una doncella
De esas que hay solo en Londres en servicio,
Y que por joven, elegante y bella
Nadie la diera en tan humilde oficio:
Aunque decirse a la verdad pudiera
Que de la noble dama su señora
Es, más que servidora, compañera:
Pues que tiene a su vez su servidora
Que a su turno sus órdenes espera.
A la derecha de la casa, a sombra
De unos frondosos olmos y sentada
De un prado artificial sobre la alfombra,
Se eleva independiente la cochera
Con su cuadra y establo, a cuya entrada
Un jokey irlandés y un africano
Negro, a su vez, esperan la llegada
De quien viene, las gorras en la mano,
Con aquella paciencia y aire grave
En que tranquilo mantenerse sabe
Cual ningún otro el servidor britano;
Todo, por fin, demuestra que se aguarda
En este alojamiento cortesano
A alguien que ha de venir y en llegar tarda.
De repente el doctor, cuyos sentidos
Hizo la observación mas perspicaces.
Se paró y tendió al aire los oídos
Para coger mejor unos sonidos
Que erraron por la atmósfera fugaces.
Y un minuto tal vez no pasó entero,
Cuando vio que solícito el portero
Abrió de par en par el enverjado,
Y un abrigado faetón de viage,
Por seis caballos húngaros tirado
Y atestado de senos de equipage.
Entró por el sendero enarenado
Que, en curva suave y ascensión ligera,
Conduce del cancel a la escalera.
Salió fuera el Doctor de la techumbre
Del pórtico, y tras él la servidumbre;
Abrió la portezuela blasonada
Del carruage magnífico un lacayo.
Y saltó a la escalera embaldosada
Un hombre envuelto en elegante sayo
De viage: era Don Luis. Tras él otro hombre
Bajó del faetón: era Losada.
¿Necesitas, lector, que yo te nombre
La mujer por los dos acompañada?
Era Luz, la hermosísima habanera:
Pero ¡cuan diferente, cuan mudada
De cuando Luz de los salones era!
De aquella Luz que conociste un día
Tan hermosa en la Habana, parecía
La imagen material vaciada en cera;
Envuelta en pieles la infeliz venía,
Y en su estenuado cuerpo no tenía
Influencia vital la primavera.
Bajó ayudada por Don Luis, y el suelo
Al pisar exhaló un ligero grito
De sorpresa tal vez, como persona
Que habituada al reposo, en el momento
De ponerse en acción, el movimiento
La causa sensación y cree un instante
Que su estinguida fuerza la abandona
Al emprender su marcha vacilante.
Repuesta empero al punto, enderezóse:
Y como aquel que a voluntad ajena
Va con resignación, sino con pena,
Adonde al fin su voluntad inmola,
Melancólicamente sonrióse;
Y mirando en redor con desconsuelo
Dijo: “¡hermosa ciudad, mas triste suelo!”
Y empezó la escalera a subir sola:
Mas del ascenso a la mitad paróse;
A ella Losada entonces acercóse
Y hasta llegar arriba el brazo dióla.
“Dejadla que un instante se repose:”
Dijo el Doctor John Lees, que con anhelo
Subir la contemplaba de hito en hito,
Con la fija y recóndita mirada
Del sabio que su ciencia ve con celo.
Y aquí de ella apartándose Losada,
En el pórtico mismo presentóla,
Con la solemne gravedad precisa
De ceremonia tal en Inglaterra,
Al doctor Lees, que atento saludóla.
Ella, con melancólica sonrisa,
Sacó con lentitud su mano helada
De bajo de su abrigo
Y al doctor la tendió, con voz quebrada
Diciendo: “estoy, Doctor, muy fatigada.
“Dadme el brazo; al salón venid conmigo
“Y allí amistad haremos: y si acaso,
“Doctor, mi vida en sus estremos frisa,
“Seréis mi último amigo.” —

Casi una hora retirada estuvo
Luz con el Doctor Lees: mientras Losada
La cómoda morada
Por él para su amigo preparada
Con él a solas visitando anduvo.
Por fin, del comedor al peristilo
Del jardín asomó con Luz del brazo
John Lees; ella risueña y él tranquilo,
Del jardín recorrieron un pedazo
Hasta dar con Don Luis y con Losada,
Que sentados al borde de la fuente
Hacían a su vez tranquilamente
Dulces recuerdos de la edad pasada.
Hubo entonces por una y otra parte
Ofrecimientos de amistad sincera,
Perdurable y cordial, hechos sin arte;
Y establecióse pronto entre los cuatro,
No una franqueza falsa y de teatro,
Sino de corazón y verdadera.
Lees estuvo en sus pláticas ameno,
Luis de verbosidad y gracia lleno,
Losada original, Luz hechicera;
Quedaron unos de otros encantados:
Verse todos los días prometieron;
Y Losada y John Lees, que ocupaciones
Tienen en sus diversas profesiones,
De Luz y de Don Luis se despidieron.
Y cuando aquellos al cancel llegaron,
Y éstos a entrar en el salón volvieron,
Dentro y fuera este diálogo entablaron,
A un tiempo, dos a dos, de esta manera:
La dicha fue que platicar no oyeron
Los que estaban adentro a los de afuera.

DIALOGO PRIMERO.

Luz y Don Luis en el salón.
D. LUIS.


¿Y qué tal el doctor?
LUZ.


Es un bravo hombre,
De muy buen tono é instrucción estensa.
D. LUIS.


¿Qué dice de tu estado?
LUZ.


Que te asombre
Es fuerza su opinión.
D. LUIS.


¿Por qué?
LUZ.


No piensa
Como los otros él.
D. LUIS.


¿Cree que te sana?
LUZ.


Sola me curaré.
D. LUIS


¿Cómo?
LUZ.


Con poco
Trabajo y sin tomar ni una tisana.
D. LUIS.


O es muy sabio John Lees, o está muy loco.
LUZ.


Dice que, si Dios quiere, es cosa llana
Sanarme con sus gotas, alimento,
Buen aire, buen humor y movimiento.
D. LUIS.


¿Y podremos al fin ir a la Habana?
LUZ.


Dependerá de ti.


D. LUIS.


Por mí, mañana.
LUZ.


Necesito curar radicalmente
Para volver a clima tan caliente.
D. LUIS.


Mas fuerza será que este abandonemos
Antes que en él en el invierno entremos.
Para ponerte en síntomas mejores
¿Qué tiempo ha menester?
LUZ.


Si no hay reveses
Imprevistos, o causas esteritores
Que me agraven, será de aquí a tres meses,
Cuando caigan las hojas y las flores:
Porque entonces en Cuba nos espera
El invierno de allá, que es primavera.
D. LUIS.


¡Dios misericordioso!
Si te sana John Lees
LUZ.


No tengas duda:
Yo en la palabra de él con fé reposo.

El Poeta.

¡Feliz quien su esperanza
De ciega fé tras el baluarte escuda!
Su esperanza a nutrir la fé le ayuda,
Y espera al menos, si jamás alcanza.

DIALOGO SEGUNDO.

Losada, El Doctor, en la puerta del parque.
LOSADA.


¿Cómo está Luz?
EL DR.


Muy mal: de muerte herida.
LOSADA.


¿No hay esperanza alguna
De salvarla?



EL DR.


Ninguna.

Tres meses, cuando más, tiene de vida:
Las hebras que a ella la atan son tan flojas
Que caerá en el otoño, con las hojas.
LOSADA.


¿Tan pronto?
EL DR.


Esta es su tumba: y es tan cierta
Su muerte que, con Dante, de esa puerta
Pudisteis escribir en el remate:
Lasciate ogni speranza ¡oh voi ch'intrate!

El Poeta.

Luz y Don Luis quedaron arrobados
Bañándose en la luz de la esperanza;
Losada y el Doctor desesperados,
Al fondo de New Road, del brazo dados,
Se fueron a perder en lontananza.

El Doctor, en los duelos ya curtido,
Caminaba en silencio y distraído:
Mas el pobre Losada, a quien abate
El porvenir de Luz, en la alma herido,
Su pena en vano con afán combate;
Y le va resonando en el oído
Aquel verso del Dante tan sabido:
Lasciate ogni speranza ¡oh voi ch'intrate!