viernes, 18 de diciembre de 2015

7.- LOSADA Y ZORRILLA

El poeta José Zorrilla es quien más datos nos ofrece sobre Losada en Londres y su actividad en esta. Así mismo cuenta Zorrilla las vicisitudes que sufre para huir de España  en el año 1828. Su participación en una conspiración liberal contra el absolutismo de Fernando VII le obligó a exiliarse, de lo contrario habría sido encarcelado o quizás ajusticiado en la horca de la plaza de la Cebada en aquel Madrid convulso por los enfrentamientos entre liberales y los partidarios del antiguo régimen impuesto por el monarca. Zorrilla habla de Losada en dos de sus libros y dedica uno a su amigo  que le ayudó en una situación difícil para el poeta. Las dos citas en sus libros parece que corresponden a la realidad de los hechos y en el libro que lleva el título de Una Repetición de Losada es un cuento fantástico en el que si bien nos da muchos datos sobre el personaje no deja de ser eso, fantástico. 
Nuestra historia ha dejado a Losada incorporado a filas, después de haber estado de aprendiz de relojero en Ponferrada en una relojería de la calle Rañadero. Aunque desconocemos el tiempo que permaneció de aprendiz, debió de hacerlo con gran aprovechamiento lo que le facilitó su promoción en el ejército. Nos referimos a que en el ejercito alcanza el grado de oficial y que es posible que continuara allí su aprendizaje de mecánica.
Reproducimos a continuación las dos citas que anticipamos de José Zorrilla sobre nuestro relojero Losada:
  
HOJAS TRASPAPELADAS
DE LOS
RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO
POR
DON JOSÉ ZORRILLA
TOMO III
MADRID
EDUARDO MENGÍBAR, EDITOR
AÑO 1882

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LOSADA

I

Corría el mes de Setiembre de 1828. Era todavía ministro Calomarde y corregidor de Madrid D. Tadeo Ignacio Gil, el de la coleta, último corregidor de los del sombrero de tres picos de Pedro A. de Alarcon, el de El Niño de la Bola. Toreaba en la plaza de la Puerta de Alcalá Montes, y comenzaba su carrera, bajo su dirección, el Chiclanero, y picaba Miguet, el de la jaca pía de las corridas reales, que murió en el corral hecho pedazos por un toro de Gavina, núm. 3, que, en lugar de estar en su chiquero, estaba en el callejón, mientras la lidia de su compañero num. 2. El caso no se ha explicado bien nunca, pero ello fué que Miguet, que era ya viejo y capataz de una ganadería, ponía las divisas á las reses, y después de ponérsela al segundo toro, le ocurrió bajar al corral por el callejón de los toriles. Al destacarse su silueta sobre el cuadro de luz del abierto portón del corral, le partió el toro núm. 3 y le deshizo entre los pesebres de los caballos. Y vaya este caso de plaza, hoy que priva lo torero y lo flamenco, para hacerme plaza con mis lectores.

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HOJAS TRASPAPELADAS

Pero esto era veinticinco años después de lo que voy á relatar, del año en que Miguet picaba y Paco Sevilla comenzaba á acreditarse, y prendía caireles la Liebre á topa-carnero... y dale con los toros y los toreros, ahora que cada día va la torería á más y los toreros á menos, puesto que no hay corrida sin cogida, ni res trasteada sin veinticinco pases... y volvamos de una vez á lo que pasaba en 1828. Había por entonces, haciendo dúo con el gayo corregidor de la coleta, un Superintendiente general de policía á quien nadie se atrevía á pisar la cola, que la llevaba en la toga que vestía, con golilla y vuelillos de encaje, apresillados con esmeraldas. Esto hacía que cuando á la sala de Alcaldes de Corte iba, porque lo era, salían los chicos á besarle la mano, tomándole por un obispo, ó cuando menos por un abad; dábasela él á besar, y les solía decir: “Besad, hijos, besad, y que Dios os bendiga y os libre de oir mis misas.” Y era que tenía por altar una horca que había clavada en la plaza de la Cebada, y asesorado, por dos comisiones, una civil y otra militar, enviaba á ejecutar su última suerte en aquel extraño, vil y primitivo patíbulo á los ladrones, rufianes y gente de este jaez, á quienes, según la opinión de aquellos tiempos, no se puede hacer entrar en razón sino metiéndoles en cintura. Y por un error de medidas ó de distancias, en vez de meterles en cintura con faja ó ceñidor por el talle, les metía por el cuello en el dogal. Yo no sé, ni discuto, si este procedimiento era justo, bárbaro, humanitario ó inhumano; pero fué útil en 1828 para dejar tranquilo y seguro al vecindario de la villa del oso, que en 1827 no podía salir al anochecer, ni llevar dinero de día en los bolsillos sin tropezar con lobos y garduñas que se los limpiaran,

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hallándose limpia su casa todo el que de ella salía por muchas horas. Si este método curativo social no hubiera sido aplicado por aquellos años más que á los ladrones, rufianes, barateros, bandidos y asesinos de que estaba plagada España, y de quienes eran madrigueras algunos barrios de su capital, podía haberse disculpado como remedio heroico, empleado en desesperado caso á muerte ó á vida; pero aquellos tres alcaldes de Casa y Corte, aquel Superintendente y aquellas comisiones militares por ellos asesoradas, enviaban á veces á aquel patíbulo de tan mal ver, tan repugnante, tan innoble y arriesgado de hacer funcionar, y tan deshonroso y humillante de sufrir, á hombres que no tenían más delito que pensar de un modo poco ortodoxo sobre ciertas materias religiosas, y diferir del Gobierno en opiniones políticas. Y contra esto sí que encuentro yo qué decir: y es que, cuanto más se aprieta por un lado, más se afloja por otro la cadena social; así que, mientras más se ahorcaba, más se conspiraba; y andaban todos, la justicia y los justiciados, dándose siempre caza y minándose siempre la tierra unos á otros, y viendo, en fin, quién ahorcaba á quién. Para ser mano en este juego vivía avizor el Superintendente, poniendo en práctica ciertos principios que había adoptado por convencimiento de la experiencia y por conocimiento de la raza humana en sociedad constituida. Creía aquel togado Superintendente que las mujeres y las pasiones del hombre son los mejores servidores de un Gobierno que sabe servirse de aquéllas por éstas; en consecuencia de cuyo principio, averiguando las flaquezas de unas, las deudas de otros y los secretos de todos, se servía de ellas contra ellos; y los maridos porque no supiesen algo las mujeres, y

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éstas porque pasasen por algo los maridos, y los unos porque no les tirasen de la manta, y los otros porque mejor les tapara, ellos y ellas bailaban el agua delante al Superintendente, que tenía la clave de muchas cifras, el cabo de muchas madejas y la llave de muchas puertas, con envidia de los palaciegos, asombro de los inquisidores y jesuitas, pavura de la gente de mal vivir y zozobra de los del partido que andaba á salto de mata. Sin embargo, y como al mejor cazador puede írsele el mejor gazapo, al señor Superintendente se le escaparon varias liebres; como Marcoartú, quien llevándole no más de ventaja la distancia de la mesa al balcón, se lanzó por éste á la calle, y por ésta se acogió á la embajada inglesa; y como Salustiano Olózaga, quien después de haber estado de él escondido pared por medio del mismísimo palacio de la superintendencia, se le escapó disfrazado de sacerdote en una silla de posta con el pasaporte de un canónigo, cuyas señas con las suyas se convenían; pero teniendo Olózaga por señal particular varios pelos blancos entre los negros de las ricas pestañas de sus hermosos ojos, se. las cortó, y los cabos vueltos le produjeron una oftalmía con la cual llegó casi ciego á la frontera. Contábanme Marcoartú y Olózaga años después estos pormenores, y reíamos entonces los tres de lo que tanto á los dos les había hecho antes temblar. Pero entre estos alegres burladores del severo Superintendente, hubo uno cuya audacia y fortuna no tienen par en las secretas memorias de aquellos sombríos y enmarañados cinco años.



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II

Una tarde recibió el Superintendente un perfumado billete de una dama de quien nadie remotamente sospechar podía ni aunque le conociera personalmente. Recibíale ésta en una casucha vieja, aislada entre un corralejo por un lado y el huertecillo de un beaterío por otro, una de cuyas dobles llaves tenía el Superintendente, y adonde éste a su llamamiento acudía en traje eclesiástico y la dama en el de beata. Estaba situada la casa en las cercanías de las Vistillas con vista sobre Palacio, cuyos regios aposentos podían registrarse con un buen anteojo cuando sus balcones estaban abiertos. Aquella tarde de fin de Setiembre, al caer la noche, entró el bien disfrazado Superintendente en la aislada casucha; pero no halló en ella todavía á la dama, cosa hasta entonces nunca acontecida, porque no era el Superintendente personaje á quien pudieran muchos hacer esperar. Aguardó éste sin impaciencia muy corto trecho, durante el cual anocheció y entró en el aposento una criada con un quinqué encendido que puso sobre la mesa, cerrando inmediata y naturalmente las maderas del balcón. Al concluirlas de cerrar presentáronse en la estancia cinco enmascarados, dos de los cuales sujetaron y amordazaron á la mujer, y cogieron la acción al sorprendido, pero no acobardado Superintendente, que permaneció sentado junto á la mesa. El que parecía jefe de aquella gente le dijo, poniéndole delante dos documentos


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impresos, y alargándole la pluma de un tintero que, prevenido sin duda, se veía sobre la mesa:
— Tenga V. E. la bondad de firmar ese pasaporte y ese permiso de correr la posta, para que pueda salir de España una persona que no tiene gusto de estar en ella.
— ¿Y qué autoridad es la mia para poner aquí mi firma? — dijo tranquilamente el magistrado.
— Ninguna como presbítero—le respondió el enmascarado—pero si V. E. firma como Superintendente de policía, puede que la del reino se equivoque y deje pasar al viajero. Y viendo que el magistrado no tomaba la pluma que él le presentaba, díjole resueltamente el enmascarado:
— Sé que juego la vida; pero la de V. E. está en mi mano y ve que me la debe; si con la firma me salvo, con la muerte de V. E. me libro á mí y otros. El Superintendente firmó sin chistar los dos documentos, mirando primero al nombre escrito en el pasaporte, y después á los ojos de su extraño demandante, única cosa que de su rostro podía ver. Firmó el uno y recogió el otro los dos papeles, y dijo al que los había firmado el que los había recogido:
— Tengo tal fe en la palabra de V. E. , que si me la diera de darme veinticuatro horas de ventaja no me propasaría á lo que voy á hacer; porque estoy convencido de que V. E. lo está de que me debe la vida, y hombres como V. E . no pagan con una villanía una generosidad que tan cara puede costarme. Vamos, pues, á sujetar un poco á V. E. y á dejarle vigilado por veinticuatro horas.
— No podrán ser tantas — observó el magistrado
— En cuanto entre el día será preciso que me busquen y que me hallen, y hasta mañana á las siete podrá usted


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llevar doce horas y treinta y seis leguas de ventaja. Dejóse atar las manos y los pies el Superintendente, y al ver que le iban á asegurar en el sillón en que estaba, dijo:
— Si me dejarais en el sofá, podría conciliar el sueño; al cabo es la primera noche que tengo tanto tiempo de dormir desde que tengo este cargo.
Pusiéronle en el sofá, marchóse el enmascarado, pusiéronse los otros dos de centinela y colocóse el Superintendente en el sofá en la postura que halló más cómoda para dormir, con asombro de los dos que le guardaban. De repente les preguntó:
— ¿No nos descubrirá esa mujer si puede gritar?
— Esa mujer — respondió uno de ellos — ha hecho muy bien su papel, y abajo no hay más que otros dos amigos. La casa tiene un sótano y por él pasaremos á otra casa y á otra manzana cuando salgamos; ¿para qué ocultar nada á personas como V . E.
— Está bien, escapad antes del alba; no os sentiré si os movéis — dijo aquella caballeresca autoridad. Y se entregó al sueño con la más completa seguridad, al parecer.

III

A las siete y media de la mañana siguiente entró el Superintendente en su casa y en su despacho; tiró del cordón de la campanilla, escribió cuatro palabras en un papel y dijo, dándosele al vigilante que se presentó:
— A Francisco, y que le espero.





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Escribió una orden en papel .timbrado y unas notas en otro sin él. Antes de un cuarto de hora apareció Francisco; dióle la orden, y á leer las instrucciones, y mientras aquel leía, sacó un puñado de onzas que puso sobre la mesa.
— Señor—dijo Francisco — doce horas que lleva, tres que necesito para salir, y las eventualidades del viaje.
— En las del suyo fío para que le atrapes — observó interrumpiéndole el jefe.
— Un caballo mal domado, un postilion borracho, él que no sepa dar alientos á la montura si no es ginete.
—Las mismas contras llevo yo — murmuró el agente.
—Y con hacer tu deber, cumples: hazlo—dijo su jefe.
Partió Francisco y murmuró el Superintendente, cerrando el cajón y poniéndose á trabajar.
— Su fortuna le valga; sentiría tenerle que quitar lo que él me ha dejado á mí.

IV

Francisco corrió sin perdonar fatiga. Hasta Aranda no alcanzó lenguas del fugitivo. Aún le llevaba trece horas. En Pancorbo supo que había llegado con un caballo desherrado; calculó el tiempo y vio que había ganado sobre él cuatro horas; cualquier otro accidente podía hacerle ganar las otras nueve; pero en Vergara ya le dieron un caballo asombradizo y que se plantaba; le rajó los ijares con las espuelas, y le obligó al fin á salir á la carrera; pero se le cansó á las dos leguas, y


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le faltaba una para la posta de Villarreal; montó, en el del postillon, pero no quería ir solo, y se cansó él de castigarle, y perdió dos horas y media de las cuatro que había ganado. En Aztigarraga supo que, á consecuencia de una caída, se había detenido á curarse un golpe en una pierna; no le llevaba más que cinco horas de ventaja; en Oyarzun creyó cogerle; pero cuando llegó á Irun hacía tres horas que se había dirigido al puente de Beovia, y no llegó á éste más que para cumplir con su conciencia.
El Superintendente general de policía era mi padre; el que se le escapó Ramón Losada, después relojero constructor en la calle del Regente, en Londres. Vamos á buscarle allí.

V

Veintisiete años más tarde habitaba yo en París, donde había publicado los dos primeros tomos (únicos) de Granada. Fuera por la riqueza del argumento ó por lo que del autor en él se esperaba, se hacían al mismo tiempo que yo lo publicaba tres reimpresiones: una en Bruselas, otra en Méjico y otra en la América del Sur. El tal poema de Granada era mi esperanza: mis bienes enajenados podían ser sustituidos por la propiedad de mis obras nuevas, si lograban hacerse populares. Granada lo fué por sólo su título, antes que viese la luz, y las tres reimpresiones iban á hacerme famoso donde quiera que la lengua de Castilla se hablara; pero iban á hacerme ganar en fama lo que me iban á hacer perder en dinero.



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Dionisio Hidalgo, el antiguo gerente de La Publicidad, tenía en París una casa de comisión de libros, y mis poderes para administrar mis intereses y vender mi poema; pero tenía orden expresa de no vender más que al contado á los libreros americanos y á sus comisionados. Los libros, el fruto y la propiedad del ingenio, son considerados en España y en las Américas españolas, desde tiempo inmemorial, como la hacienda del perdido, como la túnica de Cristo, sobre la cual se echan suertes, como un terreno baldío y que cualquiera puede labrar. Un editor gasta sin pena diez mil duros en la edición ilustrada de un poema, y hay que arrancarle uno á uno diez mil reales para el poeta que se lo escribe : un empresario da con placer seis mil duros á una bailarina y veinticinco duros diarios á un cómico, que concluye por arruinarle, y lo único que resiste, lo único porque hay que demandarle en justicia, es el miserable tanto por ciento que la ley concede á los autores, y que jamás se ha podido cobrar conforme á la ley. Yo, que esto sabía, tenía dada á Hidalgo la orden de no soltar ejemplar sin pago ó fianza, sobre todo á los hispano-americanos, nuestros hijos; pero Dionisio Hidalgo, por causas que no hay por qué explicar, Vendió mi poema condicionalmente: es decir, con la condición de que al recibir allá el segundo tomo se pagaría el primero, y al recibir el tercero el segundo, y así sucesivamente; condición que parece justa, puesto que el librero debe de tener seguridad y garantía sobre el autor, pero que allá no es más que el pretexto para no pagar; porque sobre la más mínima falta ó tardanza se entabla una reclamación, se multiplican cartas, se formulan quejas, y mientras la marcha del negocio y los convenios se regularizan, se pasan años, se vende ó se reimprime, se olvida, y buenas noches. Vendí mil ejemplares para Méjico á Cipriano de las Cagigas; mil á otro comisionado del centro América, y quinientos á Bandry para Alemania, quienes pagaron sus dos mil quinientos ejemplares; casi todos los otros fueron perdidos. Visto lo cual, di el grito de «¡todo el mundo al agua!» y suspendí la publicación para matar á mis libreros antes que me mataran á mí. Quedábanme tres mil ejemplares, cuando Ignacio Boix, que había ido también á establecerse en París, me pidió mil quinientos con una rebaja de 35 por 100.
Díselos y dióme en pago tres mil francos á la mano y dos pagarés de cinco mil, á seis y á nueve meses. Boix pudo establecer el comercio de libros en España, y hacerse el primer editor nuestro y ganar millones; pero tenía un flaco: las mujeres. Catorce días antes de espirar el plazo de mi primer pagaré vendió á los Garnier, hermanos, el periódico El Eco de Ambos Mundos, y quebró. Tenía Boix relaciones, cuentas y créditos con un personaje del carlismo, que había casado en Inglaterra con una mujer millonada; crédulo yo y mal aconsejado , pasé el Estrecho y llegué á Londres con esperanzas de negociar mi crédito con aquel personaje: estaba en baños; no volvería lo menos en tres meses. Fiado en otro amigo que yo tenía en Londres, hice mi viaje con el dinero preciso de ida y vuelta; pero la indecisión me entretuvo en Londres unos días, y al fin, uno me encontré en medio de aquella Babilonia sin medios para volver á París. La ley inglesa considera al extranjero como un perro; quien allí no tiene dinero,




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al declararse insolvente se arroja al Támesis ó va á la cárcel. Ya comenzaba yo á pensar en el Támesis, cuando una mañana muy temprano, estando aún en la cama, el criado me anunció la visita de un español que deseaba verme; pedí su nombre y me dio el de Ramón Losada, que entró casi detrás del criado en mi habitación. Yo sabía su historia con mi padre, que fué quien me la contó. Era Losada un hombre alto, enjuto, cejijunto, cerrado de barba y brusco en sus modales. Entró con el sombrero puesto y tomó la silla que le ofrecí, la aproximó á mi cama y se entabló entre ambos el siguiente diálogo:
Yo. — ¿A qué debo, señor Losada, el honor de esta temprana visita?
LOSADA. — ¿Sabe usted la historia de mis relaciones con su padre de usted?
Yo. — Yo no he vivido nunca con mi padre, ni he entrado en mi casa sino después de su muerte.
LOSADA. —Pues bien; si yo no me escapo de manos de su padre de usted, probablemente me hubiera hecho ahorcar en la plaza de la Cebada.
Yo. — ¿Y á mí que me cuenta usted de eso?
LOSADA.— Yo le cuento á usted esto, caballerito, porque su padre de usted cumplía entonces con lo que él creía su deber, y yo le jugué una de esas malas pasadas que difícilmente se perdonan.
Yo. — Ni soy responsable de las acciones de mi padre, ni me hago cargo de sus créditos de ese género. Sírvase usted decirme claro á qué viene usted.
LOSADA. — Vengo á decir á usted que sé su situación de usted; que le han engañado á usted cuando le han

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hecho creer que aquí negociaría dos créditos de Boix, y que yo me creo obligado á satisfacer al hijo por lo que hice con su padre.
Yo. — Suplico á usted por segunda vez que se explique claro.
LOSADA. — Usted es un hombre distinto de su padre; yo le estimo á usted (por esto, por lo otro y por lo de más allá), y tengo á su disposición quinientas libras esterlinas.
Yo. — Guárdeselas usted. Lo que usted en conciencia deba á mi padre, no lo cobra en dinero su hijo.
LOSADA. —Usted no conoce la tierra que pisa; no tiene usted con qué pagar el gasto de este hotel, y aquí el que no paga se deshonra y va á la cárcel.
Yo. — O al Támesis.
LOSADA. — Oiga usted, señor cabezudo; el Támesis no se sorberá á un hombre como usted mientras viva Losada. Voy á dar orden de que me pasen sus cuentas de usted; y como no puede usted ir á ninguna parte sin dinero, usted vendrá al fin por él á casa de Losada. Ahí tiene usted mi tarjeta. Y dejándome una sobre la mesa de noche, se levantó.
Lo que no me había ocurrido nunca, me lo hizo venir á la imaginación aquel hombre. Yo traía conmigo aquella magnífica repetición de French que mi padre había recibido de los señores Torres, de Bordeaux, pero de la cual no me había acordado, porque jamás había entrado en mi cálculo deshonrar, empeñándola, semejante prenda.
— Espere usted— dije á Losada, y volvimos á anudar la conversación.
— Puede usted hacerme y yo aceptar de usted otro favor. Abra usted esa balija, y hallará

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usted una repetición; usted es relojero y conocerá su valor; présteme usted sobre ella diez ó doce libras para volverme á París. Sacó de mi maleta la repetición, examinóla y dijo:
— Yo no soy prestamista ni usurero. Yo puedo dar á usted el valor total de esta prenda, pero no quedarme con tal garantía por diez libras; usted la rescatará si quiere ó puede, y si no la habrá vendido, pero no empeñado. Dentro de una hora estaré de vuelta. Y marchóse con la repetición. Era Losada el mejor y más leal y más caritativo hombre del mundo, pero tenía la manía de hacerse el ogro y el terrible. Fué á casa de French, que vivía cerca de San Pablo, á ver el registro del número del reloj. Tenía éste lo que se llamó el secreto de French; una orla de brillantes en la esfera y otras dos en la tapa posterior y en la caja del cristal. El reloj había costado treinta mil reales, y llevaba además una larga y maciza cadena de oro mejicano. Dos horas después volvió Losada ocultando la satisfacción de su alma tras de su cejijunto semblante.
— Aquí tiene usted el valor de su reloj. Conozco que usted sabe, y me lo niega, la historia de su padre conmigo. Si por ella no quiere usted ser amigo mío... tenga usted entendido que yo siempre lo seré de usted. Tengo en mi casa muchos libros de usted, y nadie ni nada podrá jamás hacerme no querer á su autor. Y puso sobre mi mesa de noche un puñado de billetes de Banco, que componía treinta y cinco mil reales. Comprendí la lealtad de Losada; viniéronseme las lágrimas á los ojos y tendíle la mano. Apretómela él enternecido, y con una delicadeza exquisita me dijo:
— No podemos hablar más por ahora; ¿quiere usted

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darme el placer de venir á almorzar hoy conmigo á las doce? Podrá usted partir esta misma noche. Acepté y fui, y fuimos desde entonces amigos, y le escribí en América una leyenda que se titula Una repetición de Losada, un ejemplar de la cual tenía bajo su almohada cuando murió. Y muchos españoles le han debido en Londres servicios parecidos al que á mí me hizo, y yo lo consigno aquí como hombre agradecido y para contribuir á la buena memoria póstuma de un español á quien todo el mundo ha conocido.





RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO
POR
DON JOSÉ ZORRILLA
TOMO II
MADRID
Tipografía Gutenberg
Calle de Villalar, número 5. 1882



TRAS EL PIRINEO 

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Capítulo IV

Losada, el relojero de Regent-Street, que era el huésped del contiguo aposento. Rió, bromeó, se conmovió, y aun lloró escuchándome; aprobó mi resolución de ir á Méjico, me presentó á un joven que le acompañaba, pasajero también del Paraná, y me dio dos cartas para la capital del imperio de Moctezuma: la una para un loco que escribía en periódicos y que podía servirme de mucho, y la otra para un su corresponsal, que podría darme por cuenta suya seiscientos duros en la ocasión en que yo los necesitara.
Losada era en Inglaterra un originalísimo personaje: conocido en todas partes, en todas era útil y por todas se metía como por su casa. A la de un conocido suyo nos hizo trasladar con nuestros equipajes, y en ella estuvimos cuatro días cómoda y alegremente. Allí me hizo trabar amistad con el joven en cuya compañía venía, que era un Sr. D. Ángel Inambelz, comerciante enriquecido en San Luis de Potosí, adonde regresaba, y á quien me puso po.r compañero en el camarote del buque, cambiando mi billete por otro mejor, según dijo y razones que me dio. Déjele hacer, convencido de su buena voluntad y de su conocimiento de aquel país y de aquellas gentes, y cuatro días después del en
que debía partir, esto es, el 6 en lugar del 2, apareció en el puerto el Paraná, buque negro, viejo, enorme y feo, como la ballena que se tragó á Jonás.
El 8 al medio día nos condujo Losada en un bote á bordo, nos recomendó al capitán Lees, á quien conocía,  

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nos instaló juntos al general García-Conde, á Inambelz y á mí; y hé aquí un rasgo característico de Losada, que se había hecho inglés y era comerciante. A última hora, encerrándose con Inambelz y conmigo en el camarote, me dijo de esta manera:
—El señor Inambelz lleva de mi fábrica cuarenta relojes á Méjico. Cuando desembarquen ustedes en Veracruz, él, que conoce allí á todo el mundo, dirá á todos quién es usted y armará el jaleo consiguiente. Su reputación de usted hará probablemente inviolable su equipaje; hágame usted el favor de meter en el fondo de su maleta los cuarenta relojes de mi amigo, y unos cuantos paquetes de encajes de Bruselas que con ellos lleva, y nos ayudará usted á hacer una grande economía.
— Pero, hombre — le dije — ¿y si me registran mi equipaje?
— Inambelz, que estará presente, lo declarará suyo, pagará y no haremos la economía.
Fraude lo llamé yo en mi conciencia; pero como ni los aduaneros ni los Gobiernos suelen tenerla, me callé; y quien calla otorga, dice el refrán.
Comenzó el Paraná á lanzar resoplidos de humo y fuego por sus válvulas y chimeneas, y á sacudir aletazos como Leviatan, y comenzaron á abandonarle los que en los botes á Southampton debían volverse. Losada abrió un saco que consigo traía, y comenzó á llenar de cajetillas y de tabacos habanos el sombrero de Inambelz; pidióme luego el mió, é hizo con él la misma operación, diciendo:
— En el buque todo el mundo fuma, y mucho; no hay cosa mejor que hacer. Usted, que no es gran fumador, busque las cajetillas del fondo, que son las de mejor papel, y acuérdese de mí siempre.

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Y así diciendo nos abrazó, se lanzó al bote tan ligero Y seguro y alegre como un muchacho; y cuando el Parana se mecía ya entre cielo y agua, le vimos con el anteojo  del capitán saltar en el muelle y desaparecer entre la gente. Fué el último español y el último amigo de quien me despedí, convencido de no volverle a ver.
 Al arreglar mi equipaje en mi camarote, y al desocupar para colocarle en su funda, mi sombrero de las cajetillas con que Losada me le había atestado, hallé entre las del fondo una carta dirigida á mi nombre que decía: “el capitán te los cambiará;” hablaba de cuatro billetes de veinticinco libras esterlinas, que acompañaban dentro del sobre sus cinco palabras escritas en un pedazo de mal papel. Tal era Losada, de quien ya he dicho algo en mis RECUERDOS DEL TIEMPO.
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Desembarcamos en Veracruz, aunque con mar ya picada; díjose quién yo era; salió á recibirme la familia de Muriel, respetada y pudiente en el país; pasó mi equipaje sin registrar, y los relojes de Losada defraudando á la República.


NOTA: Los textos son originales y mantienen la ortografía de la época, o sea que las faltas de ortografía de acuerdo con las reglas actuales son de Zorrilla y no mías. 

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