Capítulo
sexto. Las siete
Cuando en su tumba Luz quedó
enterrada,
Cuando a Don Luis fue conducido
Y se volvió John Lees a su morada,
Solo a la suya se volvió Losada
En el silencio y el dolor sumido,
Y encerrando sus penas en su pecho
Volvió a ocupar su camarín estrecho.
Mas ya no abrió el balcón que da a la tienda:
Se negó a recibir cartas, amigos
Y compradores: encargó su hacienda
A un dependiente fiel, y sin testigos
Un día y otro se pasó encerrado,
O a su dolor recóndito entregado,
O dado a algún trabajo misterioso,
En cuya ardua labor nadie le ayuda
Y que exige sin duda
Misterio, soledad, calma y reposo.
De la casa el rumor durante el día
Que se oyera el rumor de su trabajo
Por fuera de su cámara impedía;
Mas de su oculto camarín debajo
Trabajar por la noche se le oía.
Alguna vez la gente de su casa,
Que en la impaciencia y la inquietud se abrasa
La causa por saber de tanta pena
Y el misterioso afán de tal faena,
Venía en la alta noche de puntillas
A escuchar desde el pié de la escalera
Apoyada en las verdes barandillas:
Por el doble interés a lo que creo
De afección natural y verdadera,
Y porque a todos hace en el deseo
La natural curiosidad cosquillas;
Y allí en la oscuridad, hombro con hombro,
Reteniendo el aliento,
Oían con asombro
Arriba, en el recóndito aposento
De Losada, el metálico sonido
Por su trabajo oculto producido.
El son del esmeril y el torniquete
No les extraña al alma ni al oído,
Pues es un son para ellos conocido:
Mas lo que miedo al corazón les mete
Es oír un reló que da las siete,
Y después un tristísimo gemido
Que dan en el cerrado gabinete,
Siempre tras de las siete repetido.
Al principio juzgaron que el lamento
Tras de los siete golpes exhalado,
Era un rumor que producía el viento
Por los tubos del gas encañonado
O metido en la hueca chimenea;
Pero después que repetir le oyeron
Una vez y otra vez, se convencieron,
(Con el terror que la ignorancia crea
De lo que no se sabe lo que sea,)
Que era un gemido lúgubre, profundo,
De un ser humano que se va del mundo,
Y que, al partir, con el dolor pelea.
La voz era tristísima: el lamento
Más vital que el gemir del vago viento:
Era de una mujer, que el mundo deja,
La postrimera y temerosa queja:
Era la voz de un alma que, arrancada
Por fuerza de su cuerpo, lastimada
Parte, y de él despidiéndose se aleja;
El son era fatídico, hondo, interno,
Triste como el graznar de la corneja,
Y présago tal vez de un mal eterno,
No era de voz por el mortal creada;
Tenía algo del cielo o del infierno
Y salía del cuarto de Losada.
El artífice torvo, cada día
Cuando a comer del camarín salía,
Sombrío más y más preocupado,
Más pálido y más flaco parecía.
Su familia asombrada
Enflaquecer con miedo le veía
Cada vez más curiosa y asustada:
Mas si le preguntaban “¿qué tenía?”
Respondía no más: “no tengo nada”
Y cabizbajo al camarín volvía.
La historia comenzaba a traslucirse
De su casa por fuera,
Por entre los amigos a esparcirse
Y en la murmuración a introducirse,
Y pasto ya de las calumnias era.
Porque en la sociedad en que vivimos,
Aunque cristianos por bautismo somos,
Si entre manos a un prójimo cogemos,
Al punto en que con él en tierra dimos,
O le rompemos con placer los lomos
O echamos sobre la honra que le vemos
Injurias y calumnias en racimos.
Y así es la sociedad: asombradiza
De aquello que no sabe ni conoce,
Ciega anatematiza
Toda acción de infeliz que vida goce
Y que con ella en misterioso roce
Presente al parecer o faz postiza
O en penumbra al pasar su faz emboce.
No se toma el trabajo
De sondar la verdad, no profundiza
Las apariencias; al que cae debajo,
Como vea algo en él que no comprenda,
Lo interpreta de modo que le ofenda,
Por hecho se lo da, le satiriza
Por ello, cae sobre él, le martiriza,
No le deja tenaz que se defienda,
Con cobarde placer le descuartiza
Y la reputación le pulveriza.
Tal es la sociedad. ¡Vamos andando!
Así por lo que el vulgo a hablar comienza,
La sociedad tomándolo a vergüenza
De Losada a hablar mal va comenzando.
Se comienza a decir que una Habanera
Hermosa y mal casada
Por él a su marido fue robada:
Y en una quinta, de la villa fuera,
La hizo vivir como en su harén Losada;
Que volvió de la Habana su marido
Y que, habiendo celoso descubierto
De la hermosa criolla su morada,
El fue en un duelo por Losada muerto
Y la hermosa infeliz envenenada.
Los más caritativos
Dicen que el Habanero estaba loco
Y la habanera tísica:
Por lo cual de su muerte los motivos
Jugos no fueron a su ser nocivos,
Sino que la mató dolencia física:
Y que el marido, enloqueciendo a poco
Por voluntad de Dios, no por horrenda
Pócima venenosa administrada,
De la ocasión se aprovechó Losada
Para cargarse de ambos con la hacienda.
Mas la murmuración no sabe nada:
Quien dice la verdad es mi leyenda,
Que es quien está del tiempo en la memoria
De consignar los hechos encargada;
Vamos, pues, adelante con mi historia.
Losada dejó al fin su gabinete,
Si no gordo y rollizo,
Con color rubicundo y gran moflete,
Porque siempre fue flaco y Dios le hizo
Con cara de color algo cobrizo.
Con sereno semblante,
Como el que tiene de su Dios delante
Su conciencia tranquila y con segura
Planta el mundo cruzar puede arrogante:
Como quien, tolerante, no se cura
De lo que hace sin él su semejante,
Ni orientarse procura
De lo que de él la sociedad murmura.
El hombre de arte en su trabajo vive:
Sus pesares y afán con él olvida,
Y en el placer que al trabajar recibe
Regenera su ser, nutre su vida.
Losada así, después de concluida
Alguna obra difícil, cuyo empeño
Soledad y silencio le ha exigido,
De él alejando el apetito y sueño,
Salió del camarín con faz serena
Y de satisfacción el alma llena,
Y volvió a su almacén a ver en calma
Si en sus máquinas guardan sus relojes
La misma rectitud que él en su alma.
El día aquel, para las cuatro en punto,
Había el doctor Lees sido invitado
A comer: como Inglés, por decontado
Que la puntualidad era un asunto
De honor para John Lees; cuando faltaba
Un minuto no más para las cuatro,
John Lees el picaporte levantaba:
Lo mismo que en las citas del teatro.
La comida fue simple; Lees se asocia
Continuamente a su festín diario,
Y Losada con Lees nada negocia
Mesa para ostentar de millonario.
Pulcritud, buen jerez, salmón de Escocia,
Buen roastbeef, pan francés, marisco vario.
Café, azúcar y puros de la Habana,
Decoro Inglés, franqueza castellana,
Esto fue lo que hubo en la comida,
Que es lo que da Losada a quien convida.
Eran las seis, y en plática sabrosa
Con el tabaco y el café seguían
Aun Losada y John Lees de sobremesa:
Los dependientes iban y venían:
La noche se iba haciendo más espesa:
Los criados el gas les encendían.
“Doctor, ¿tenéis por iros mucha priesa?”
Tras un espacio a Lees dijo Losada:
Lees respondió: “no tengo que hacer nada.”
Cuando a Don Luis fue conducido
Y se volvió John Lees a su morada,
Solo a la suya se volvió Losada
En el silencio y el dolor sumido,
Y encerrando sus penas en su pecho
Volvió a ocupar su camarín estrecho.
Mas ya no abrió el balcón que da a la tienda:
Se negó a recibir cartas, amigos
Y compradores: encargó su hacienda
A un dependiente fiel, y sin testigos
Un día y otro se pasó encerrado,
O a su dolor recóndito entregado,
O dado a algún trabajo misterioso,
En cuya ardua labor nadie le ayuda
Y que exige sin duda
Misterio, soledad, calma y reposo.
De la casa el rumor durante el día
Que se oyera el rumor de su trabajo
Por fuera de su cámara impedía;
Mas de su oculto camarín debajo
Trabajar por la noche se le oía.
Alguna vez la gente de su casa,
Que en la impaciencia y la inquietud se abrasa
La causa por saber de tanta pena
Y el misterioso afán de tal faena,
Venía en la alta noche de puntillas
A escuchar desde el pié de la escalera
Apoyada en las verdes barandillas:
Por el doble interés a lo que creo
De afección natural y verdadera,
Y porque a todos hace en el deseo
La natural curiosidad cosquillas;
Y allí en la oscuridad, hombro con hombro,
Reteniendo el aliento,
Oían con asombro
Arriba, en el recóndito aposento
De Losada, el metálico sonido
Por su trabajo oculto producido.
El son del esmeril y el torniquete
No les extraña al alma ni al oído,
Pues es un son para ellos conocido:
Mas lo que miedo al corazón les mete
Es oír un reló que da las siete,
Y después un tristísimo gemido
Que dan en el cerrado gabinete,
Siempre tras de las siete repetido.
Al principio juzgaron que el lamento
Tras de los siete golpes exhalado,
Era un rumor que producía el viento
Por los tubos del gas encañonado
O metido en la hueca chimenea;
Pero después que repetir le oyeron
Una vez y otra vez, se convencieron,
(Con el terror que la ignorancia crea
De lo que no se sabe lo que sea,)
Que era un gemido lúgubre, profundo,
De un ser humano que se va del mundo,
Y que, al partir, con el dolor pelea.
La voz era tristísima: el lamento
Más vital que el gemir del vago viento:
Era de una mujer, que el mundo deja,
La postrimera y temerosa queja:
Era la voz de un alma que, arrancada
Por fuerza de su cuerpo, lastimada
Parte, y de él despidiéndose se aleja;
El son era fatídico, hondo, interno,
Triste como el graznar de la corneja,
Y présago tal vez de un mal eterno,
No era de voz por el mortal creada;
Tenía algo del cielo o del infierno
Y salía del cuarto de Losada.
El artífice torvo, cada día
Cuando a comer del camarín salía,
Sombrío más y más preocupado,
Más pálido y más flaco parecía.
Su familia asombrada
Enflaquecer con miedo le veía
Cada vez más curiosa y asustada:
Mas si le preguntaban “¿qué tenía?”
Respondía no más: “no tengo nada”
Y cabizbajo al camarín volvía.
La historia comenzaba a traslucirse
De su casa por fuera,
Por entre los amigos a esparcirse
Y en la murmuración a introducirse,
Y pasto ya de las calumnias era.
Porque en la sociedad en que vivimos,
Aunque cristianos por bautismo somos,
Si entre manos a un prójimo cogemos,
Al punto en que con él en tierra dimos,
O le rompemos con placer los lomos
O echamos sobre la honra que le vemos
Injurias y calumnias en racimos.
Y así es la sociedad: asombradiza
De aquello que no sabe ni conoce,
Ciega anatematiza
Toda acción de infeliz que vida goce
Y que con ella en misterioso roce
Presente al parecer o faz postiza
O en penumbra al pasar su faz emboce.
No se toma el trabajo
De sondar la verdad, no profundiza
Las apariencias; al que cae debajo,
Como vea algo en él que no comprenda,
Lo interpreta de modo que le ofenda,
Por hecho se lo da, le satiriza
Por ello, cae sobre él, le martiriza,
No le deja tenaz que se defienda,
Con cobarde placer le descuartiza
Y la reputación le pulveriza.
Tal es la sociedad. ¡Vamos andando!
Así por lo que el vulgo a hablar comienza,
La sociedad tomándolo a vergüenza
De Losada a hablar mal va comenzando.
Se comienza a decir que una Habanera
Hermosa y mal casada
Por él a su marido fue robada:
Y en una quinta, de la villa fuera,
La hizo vivir como en su harén Losada;
Que volvió de la Habana su marido
Y que, habiendo celoso descubierto
De la hermosa criolla su morada,
El fue en un duelo por Losada muerto
Y la hermosa infeliz envenenada.
Los más caritativos
Dicen que el Habanero estaba loco
Y la habanera tísica:
Por lo cual de su muerte los motivos
Jugos no fueron a su ser nocivos,
Sino que la mató dolencia física:
Y que el marido, enloqueciendo a poco
Por voluntad de Dios, no por horrenda
Pócima venenosa administrada,
De la ocasión se aprovechó Losada
Para cargarse de ambos con la hacienda.
Mas la murmuración no sabe nada:
Quien dice la verdad es mi leyenda,
Que es quien está del tiempo en la memoria
De consignar los hechos encargada;
Vamos, pues, adelante con mi historia.
Losada dejó al fin su gabinete,
Si no gordo y rollizo,
Con color rubicundo y gran moflete,
Porque siempre fue flaco y Dios le hizo
Con cara de color algo cobrizo.
Con sereno semblante,
Como el que tiene de su Dios delante
Su conciencia tranquila y con segura
Planta el mundo cruzar puede arrogante:
Como quien, tolerante, no se cura
De lo que hace sin él su semejante,
Ni orientarse procura
De lo que de él la sociedad murmura.
El hombre de arte en su trabajo vive:
Sus pesares y afán con él olvida,
Y en el placer que al trabajar recibe
Regenera su ser, nutre su vida.
Losada así, después de concluida
Alguna obra difícil, cuyo empeño
Soledad y silencio le ha exigido,
De él alejando el apetito y sueño,
Salió del camarín con faz serena
Y de satisfacción el alma llena,
Y volvió a su almacén a ver en calma
Si en sus máquinas guardan sus relojes
La misma rectitud que él en su alma.
El día aquel, para las cuatro en punto,
Había el doctor Lees sido invitado
A comer: como Inglés, por decontado
Que la puntualidad era un asunto
De honor para John Lees; cuando faltaba
Un minuto no más para las cuatro,
John Lees el picaporte levantaba:
Lo mismo que en las citas del teatro.
La comida fue simple; Lees se asocia
Continuamente a su festín diario,
Y Losada con Lees nada negocia
Mesa para ostentar de millonario.
Pulcritud, buen jerez, salmón de Escocia,
Buen roastbeef, pan francés, marisco vario.
Café, azúcar y puros de la Habana,
Decoro Inglés, franqueza castellana,
Esto fue lo que hubo en la comida,
Que es lo que da Losada a quien convida.
Eran las seis, y en plática sabrosa
Con el tabaco y el café seguían
Aun Losada y John Lees de sobremesa:
Los dependientes iban y venían:
La noche se iba haciendo más espesa:
Los criados el gas les encendían.
“Doctor, ¿tenéis por iros mucha priesa?”
Tras un espacio a Lees dijo Losada:
Lees respondió: “no tengo que hacer nada.”
LOSADA.
|
Pues luego os llevaré a mi
gabinete.
|
LEES.
|
Cuando queráis.
|
LOSADA.
|
Más tarde: subiremos
Pocos momentos antes de las
siete.
|
LEES.
|
Pues fumemos en tanto.
|
LOSADA.
|
Pues fumemos.
|
Y encendiendo otro puro, y
aspirando
Del café y del tabaco la aromática
Esencia, reanudaron esperando
Losada y Lees la interrumpida plática.
En el reló que el comedor decora
Se oyeron dar de la marcada hora
Los tres cuartos al fin: y levantándose,
“Cuando gustéis, doctor,”—dijo Losada:
El doctor le siguió sin decir nada,
Y al camarín subieron, encerrándose.
Mas entremos, lector, porque el poeta
No tiene para ti puerta cerrada,
Cuarto sin luz, ni habitación secreta;
Su pluma es una luz que arde constante
Para ti nada más iluminada:
Sigueme: yo te alumbro por delante.
Del café y del tabaco la aromática
Esencia, reanudaron esperando
Losada y Lees la interrumpida plática.
En el reló que el comedor decora
Se oyeron dar de la marcada hora
Los tres cuartos al fin: y levantándose,
“Cuando gustéis, doctor,”—dijo Losada:
El doctor le siguió sin decir nada,
Y al camarín subieron, encerrándose.
Mas entremos, lector, porque el poeta
No tiene para ti puerta cerrada,
Cuarto sin luz, ni habitación secreta;
Su pluma es una luz que arde constante
Para ti nada más iluminada:
Sigueme: yo te alumbro por delante.